Elecciones como acción política

Hemos reiterado hasta la saciedad la necesidad imperiosa de que el movimiento de resistencia a la presente tiranía de los nacionalismos y sus aliados en la destrucción de nuestra nación, se reconozca como tal y se estructure.

Que parte de esa estructura debe ser un partido político abocado a la lucha parlamentaria es una conclusión lógica, sin desdeñar otras formas de movilización política y de relación entre los diversos grupos y sectores del movimiento.

Empezamos por el Partido de los Ciudadanos. Ya hemos dicho que miembros de los NOA participaron en las asociaciones que prefiguraron el partido: el Foro Babel y el Foro Mogambo. Y también hemos dicho que su trayectoria se ha visto truncada por los personalismos y las ridículas luchas de poder, que además dañan su imagen.

Imagen ya un tanto ambigua por su falta de perfil político, que debería de ser el de antinacionalista, que la élite del partido ha intentado difuminar, víctima del “síndrome de Estocolmo” que siempre sufren las organizaciones existentes en territorios controlados por nacionalismos. Últimamente están intentando compensar este defecto en su labor parlamentaria, pero entre la militancia no cunde ese espíritu.

Después tenemos a la UPD de Rosa Díaz. Por fin un partido que no tiene miedo de construirse a nivel nacional y de defender la unidad. Pero la UPD tiene un claro perfil de salvador de la autenticidad de la izquierda democrática que, evidentemente ahuyenta a los votantes conservadores.

Tampoco creemos que sea ese su papel. UPD no nace para restarle votos al PP, muy al contrario prestaría sus votos a una actitud de regeneración nacional y oposición firme al actual penoso estado de postración ante los separatistas, por parte de un gobierno de ese partido.

Y llegamos al PP, uno de los grandes, con un caudal fijo de votos y que lidera la actual oposición al “gobierno de demolición caótica” del ZPSOE y sus corrosivos aliados.

Pero no todo son rosas. El PP ya gobernó. Y el PP si vuelve a gobernar volvería a pactar con los que ellos llaman sus aliados naturales (¿?): CyU y PNV. Más equivocado no se puede estar.

El enemigo son esos, y “el sonrisas” es su (destructivo) aliado circunstancial.

El movimiento ha de tener su propia voz. Sin excluir a nadie. Pero la condición ineludible deber ser batir al enemigo, lo demás es posponible y accesorio.

¿Política católica o catolicismo político?

Iniciamos con este una serie de análisis en profundidad sobre los diversos componentes actuales del movimiento contra la situación de desintegración nacional, degradación de la democracia, quiebra de valores y blindaje de la partitocracia.

Vamos a hacerlo, además, desde el punto de vista de cada sector, con sus argumentos, intentando también desvelar sus carencias.

Son tendencias que, partiendo de su ámbito, han debido avanzar hacia una comprensión global del problema en sus diversas facetas y en su origen.

Queremos con ello invitar a la reflexión a cada sector del movimiento, y a que se reconozcan entre ellos. Este reconocimiento entre sectores y grupos es la línea que siempre hemos propugnado los NOA.

Después de los grupos católicos seguirá el de los conservadores, los constitucionalistas, los “no-nacionalistas” junto a la resistencia al terrorismo nacionalista armado, la izquierda leal, y los liberales. Esperamos os sean útiles

¿Política católica o catolicismo político?

Valores frente a laicismo vacío

La presencia viva de grupos católicos en el movimiento de resistencia al actual estado degradado de la situación política y social en nuestro país, se enmarca en lo que se ha llamado el “retorno de lo sagrado”.

Esto está originado por el derrumbe de las “utopías seculares”, especialmente el “socialismo real”, el comunismo, y en general de la izquierda occidental, sustentada en los efímeros logros socio-económicos del “Estado del Bienestar” ya desaparecido.

Los grupos católicos surgen como protesta a la degradación social de una “ética progresista” que, en realidad, está vacía y no ha engendrado valores reales, sólidos, más allá de un lenguaje hoy reconocido como “políticamente correcto”, donde abrevan sus sectas.

La crítica es especialmente hiriente para una izquierda instalada en el poder y en el sistema, que se acomoda muy bien al consumismo ciego, y que ha apoyado a los regímenes del “Telón de Acero” que sólo han gestionado miseria. Una izquierda, por lo tanto, que sólo ofrece consumismo o miseria.

La laicidad aparece como una parte (sacada del viejo arsenal decimonónico de los radical-socialistas) del sustituto ideológico del programa económico izquierdista. Fracasada la nacionalización masiva comunista, finiquitada la tendencia obrerista y la pantalla (liberal además) del Estado del Bienestar, la izquierda se queda sin la excusa económica y sin ideología, debiendo recurrir a los llamados “nuevos movimientos sociales” que le proporcionan los rendimientos de una estrategia política, y la mejor defensa siempre es un buen ataque: cuotas de poder para las minorías raciales y sexuales, para las mujeres (es decir para su élite profesional), puertas abiertas a la inmigración, demonización de la derecha y del “neoliberalismo globalizador”, ataque a todo lo que huela a religión, moral o tradiciones, actitudes “mayo-68” incluso a nivel institucional (lo que genera contradicciones y problemas profundos)…

De manera que el origen del surgimiento recristianizador es el mismo que el de todos los grupos realmente “antisistema”: la verificación de que tal sistema no funciona y, sobre todo, que no es lo que dice, que se sustenta en mentiras, en potentes pantallas mediáticas, en mistificaciones y manipulaciones. En que, de hecho, no sabe a donde va, avanza a salto de mata y es parte de los intereses inmediatos de los grupos políticos y económicos, y de su desnudo afán de poder.

El inicio de este resurgir está, más que en las consecuencias del Concilio Vaticano II, en el magisterio de Juan Pablo II, en el que se reafirmará la identidad católica a través de la ruptura con las bases de la sociedad laica, proporcionando una alternativa de ética, de orden y en definitiva, de sentido.

Las resistencias, como para el resto del movimiento, son grandes. La recatolización surge en una sociedad profundamente secularizada, donde los medios de comunicación, o la escuela, lejos de ser neutrales o de “educar para la libertad”, son palmariamente sectarios, represivos y tendenciosos. El modelo de vida que ha dejado esta herencia de mayo del 68 en la que abreva todo “progre” o “alternativo”, es de un pasotismo y una vacuidad pasmosas.

En este contexto, el lenguaje evangélico suena doctrinario y sobre todo moralista, ético hasta rozar lo estético. Si se obstina en mantenerse en ese estrecho (socialmente) margen cuesta mucho penetrar en él desde el exterior, a menos que se zambulla en el medio político como consecuencia de la presencia de la identidad, los valores y la labor católicas y su papel en la sociedad.

El tema de los valores no es secundario, es fundamental tanto por el actual contexto social como por los ataques de un “laicismo” utilizado como pura maza de asalto sin contenido ético alguno. Se trata de una batalla de valores y derechos.

Los valores no poseen una validez permanente, necesitan recomponerse y reimplantarse, so pena de convertirse en mera apariencia con el paso del tiempo. Eso ocurrió con el cambio social durante el franquismo, los años 60 de la tecnocracia y el desarrollo económico que sustituyó al formalismo ideológico del falangismo.

La propia identidad de los valores requiere su imposición para ejercer como tales. Su opuesto se convierte en un sinvalor. Los valores que no logran la hegemonía se convierten en trastos inútiles. Es la versión para la ética y moral, de la dialéctica amigo/enemigo de la política. Es la única realidad, impuesta sin escrúpulos por el extraño “progresismo” mutante que padecemos.

La ingenuidad es aquí algo más que un peligro, es suicida

El ejemplo polaco

Esa labor social la intentan cubrir enclaves en la red como ArbilConoze o Hazteoir. Han decidido dar un paso más, conscientes de que la apuesta política supone un alejamiento de sus orígenes pero también que les integra en una perspectiva más amplia, más real, en el movimiento, con sus iguales.

Exactamente como los sacerdotes polacos que descubrieron, en la represión y la cárcel junto a otros compañeros de viaje, militantes obreros o demócratas, una extensión de su compromiso evangélico con todo el que sufría persecución injustamente.

El ejemplo polaco es especialmente ilustrativo de la actuación católica en política. Si, por un lado, el católico descubre en la represión antireligiosa del régimen un motivo de oposición y movilización más allá de su labor de apostolado o afirmación de la fe, y la similitud de su represión con la de otros sectores enemigos de ese régimen, por otro lado entenderá enseguida que la labor de la Iglesia y de la comunidad creyente no es crear una facción política (la “democracia cristiana”) sino incidir, como todos, en la sociedad y frente a las instituciones, en los temas que les afectan, tanto en su faceta de creyentes como de ciudadanos.

Los magros resultados de la Democracia Cristiana polaca (10% de votos, un 30% del voto católico) en 1990, y la advertencia de líderes del sindicato católico “Solidaridad” de su rechazo a un papel político de la Iglesia en la democracia, confirman las prevenciones de sectores amplios del electorado católico de afrontar un proceso de recatolización social que implique tanto enfrentarse con antiguos compañeros de lucha laicos (Carta-77KORComités de Defensa Obrera) como unirse a antiguos colaboradores (incluso confidentes de la policía política) del régimen comunista, entonces miembros de un partido católico comparsa y ahora en la DC.

El propio sindicato “Solidaridad” hizo del catolicismo polaco un signo de identidad y resistencia, pero aplicado a un ámbito y fines más amplios (y no sólo laborales o nacionales), y esa fue su grandeza y su victoria.

Esta actitud era perfectamente comprensible. El Vaticano, con Pablo VI, había practicado una política conciliadora con los regímenes comunistas con la esperanza de preservar los restos visibles de la Iglesia y de reconstruir su castigada y envejecida jerarquía. Esto desprestigió a la Iglesia, fortaleció a los organizaciones-títere del régimen (“Pacem in Terris”) y desencantó a muchos fieles militantes.

Una década después, los esfuerzos de la política católica se han evidenciado en un gobierno católico que empieza a tener roces con sectores liberales o progresistas antiguos resistentes al comunismo.

La travesía del desierto

Por otra parte, la simbiosis Iglesia-Estado es contraria al devenir del catolicismo, y más propia del protestantismo, en contra de las apariencias (ya ha sido desarrollado el vínculo entre nazismo y protestantismo, especilamente servil, a través de la doctrina tradicional luterana de los “dos reinos” y su clásico quietismo político), y uno de sus mejores ejemplos es el reglaismo tradicional español (que no pocos roces causó, especialmente con los “progresistas” jesuitas y sus ghettos indigenistas).

Es el catolicismo el que, en contra de la falsedad de la Leyenda Negra antiespañola (especialmente la referida a la Inquisición), está en el origen del surgir del individuo autónomo, de la sociedad civil, la autonomía del Estado, la espiritualidad o el arte y la civilización europeos. Un bocado demasiado grande para las evanescente modas “progres” y sus efectos disolventes.

Quien contradijo la tradición de la Iglesia fue la “Teología de la Liberación”, que rompió la Iglesia en un eje de “lucha de clases”, negando su autonomía y sustituyendo su mensaje por un mesianismo secular, aprovechándose del clima y las resoluciones del Concilio Vaticano II.

Su efecto más pernicioso será el alejamiento de muchos obispos y sacerdotes que ya estaban ejerciendo labores sociales entre los más pobres.

Ese suele ser el resultado de los radicalismos sociales, meras pantallas dialécticas. Las que alimentan la leyenda negra contra Pio XII (basada en el despectivo telegrama del embajador alemán ante la Santa Sede, Ernest von Weizsäcker) soslayan que tras esa actitud cautelosa a denunciar públicamente la persecución a los judíos estaba la preocupación por los miles de ellos escondidos en propiedades eclesiásticas, que una condena firme hubiera llevado a la muerte, junto a conversos y matrimonios mixtos.

Quizás muchos católicos hayan olvidado la penosa situación de la Iglesia española en los años 70. A la etapa de una cierta convivencia con la cultura política falangista, se dio una temprana reacción a mediados de la década de los 40 con movimientos obreristas contestatarios como la HOAC y la JOC. De esa nueva cultura religiosa surgieron numerosos movimientos de izquierda de origen cristiano (FLPORTOICESOC…) y de tipo ciudadano.

En los 70 existe una tendencia muy maniquea, hasta el cinismo, relativista, y muy atenta a la apariencia “moderna y progresista”, muy manipulable políticamente desde fuera del ámbito eclesial y extremadamente intolerante y dogmática con quienes no comulgan con ella. Totalitarios de izquierda que tenían el campo libre ante el agotamiento de organizaciones como Acción Católica o la ACNP.

Ello comportó graves consecuencias: marginación de individuos y grupos, deserción en la práctica religiosa, división, desaparición de asociaciones, falta de vocaciones, etc, todas por discusiones inútiles y mezquinas. La situación no se regeneró hasta mediados de los 80, cuando la jerarquía logró reasumir el liderazgo y replantear los problemas, lo que se plasmó en resoluciones como “Testigos del Dios vivo: la misión e identidad de la Iglesia en nuestra sociedad” (1985) y “Los católicos en la vida pública” (1986), así como el nuevo Código de Derecho Canónico (1983) y del Catecismo (1992).

Básicamente se trató de reforzar las creencias, reconstruir la moral familiar y social y retomar la labor de evangelización.

Pero el mal ya estaba hecho. El contexto religioso y el social habían cambiado lo suficiente como para suscitar la aparición de un catolicismo laxo, sin compromiso ni conexión con la realidad vivida, cómodo e incoherente. En definitiva, débil, que se complementa con otro catolicismo fiel pero cobarde, poco activo y muy formal.

En otra posición están los militantes, vivenciales, organizados (12.000 entidades registradas), pero no todos implicados en la vida política. Unos apolíticos, otros abogando por recluirla en la responsabilidad individual, y los menos, comportándose como brazo y conciencia del pueblo católico, y que son mirados con recelo por el resto, a pesar de la gravedad de los retos actuales y la importancia de las respuestas a dar.

Cuando la libertad es lucha

Resumiendo: la desvinculación del catolicismo con respecto a cualquier forma política es un tema antiguo, pero la indiferencia ante los ataques es irresponsable y suicida. La primera labor de la Iglesia es la formación de conciencias que garantizen la defensa de la justicia frente a intreses personales, grupales o ilegítimos. En esta labor no es la Iglesia como institución la protagonista sino más bien los fieles como ciudadanos o grupos. Lo cual ha manifestado Juan Pablo II en diversas ocasiones.

Es evidente que ha fracasado el proyecto de institucionalización de la Iglesia y el actual de privatización de la religión (católica, porque la musulmana y el fundamentalismo laicista se han unido en la misión de arrasar la Nación y el Pueblo españoles). En la sociedad actual cohabitan ámbitos de privatización y de politización de la religión, y ambos por factores tanto estructurales como intrínsecos de la sociedad y la religión.

Toda la estrategia de resistencia de la Iglesia pasará por lo tanto por mostrar esa “arrogancia de la razón”, cuyos sueños producen monstruos, producto de la ideologización de la Ilustración, cuyo último resultado fue el materialismo marxista, denunciado tanto por el moderno análisis católico (Lustiger, Ratzinger) como por la teoría crítica marxista (Adorno, Horkheimer) que identifica al iluminismo como totalitarismo.

La idea moderna de libertad es un producto legítimo del espacio vital cristiano. No podría desarrollarse fuera de él… Cuando la propia Iglesia se convierte en Estado, la libertad se pierde. Pero es igualmente cierto que también se pierde la libertad cuando la Iglesia es suprimida como entidad pública, que goza de influencia”.

(“Iglesia, ecumenismo y política”, Joseph Ratzinger, 1987).

Dado que la dimensión temporal de la vida humana se realiza a través de la pertenencia a diversas comunidades, la nacional y el Estado, y es por tanto al mismo tiempo política, económica y cultural, la Iglesia redescubre continuamente su propia misión en relación con esos sectores de la vida y la actividad humanas. La Iglesia, estableciendo una relación religiosa con el hombre, le consolida en sus vínculos sociales naturales”.

(Juan Pablo II, 1979).

Al contrario que el islamismo, el objetivo de la recatolización sería, no convertirse en Estado, sino restaurar la Iglesia como entidad pública. Y ello implica, hoy en España, luchar contra las fuerzas institucionales que pugnan por destruir todo aquello que compone y define al pueblo español.

Los ataques que recibe la Iglesia no son gratuitos sino producto de su propio valor como institución pública, y hoy se articulan sobre tres ejes:

• Según estudios sociológicos actuales, el PSOE depende totalmente del voto católico. Estos estudios afirman que el factor religioso supera al de la clase y nivel sociales.

Este voto católico es por lo tanto plural y es fundamental captarlo y, sobre todo, concienciarlo de que las operaciones políticas ya no giran (o, si se prefiere, ya no sólo giran) alrededor de la dictomia, hoy muy difusa, derecha/izquierda, sino sobre operaciones de grupos con intereses concretos e inconfesables, sin escrúpulos ni norte conocido. Enemigo, en definitiva, es quien te humilla y ataca.

• Existe una verdadera “guerra de religión” entre la que se considera, por propios y extraños, propia de España, y la “excusa laicista”, aliada a su vez de las religiones totalitarias de los nacionalismos.

• La Iglesia católica es, lo quiera o no, un factor político de importancia, y no puede dejar de manifestar sus intereses y opiniones. Pero la movilización y encuadramiento del pueblo católico tendrá que correr a cargo de los grupos militantes.

Aquellos grupos que desean mantenerse, ellos y su labor, al margen del ámbito político, deben ver que las dimensiones y características de esa labor social tiene una magnitud política considerable que los laicistas han sabido valorar, y por ello, intentar desmontar a través de la corrupta y financiada trama de las ONGs.

Al catolicismo militante le toca asumir el frente abierto.

Necesariamente, y como cualquier parte del movimiento de resistencia contra la tiranía antiespañola, deberá partir del antagonismo, de la afirmación social de la identidad.

Dar ejemplo, como ha sido la estrategia de los primeros tiempos de todas las formas doctrinales.

Dos respuestas se dan en la formulación de la estrategia de la recatolización: por un lado la restauración del espacio católico en instituciones-puente entre lo público y lo privado, como la escuela. Y por otro lado el surgimiento de espacios de vivencia comunitaria a través de grupos carismáticos, frecuentes blancos de la “izquierda” mediática, y no exentos de la crítica de la corriente principal de la Iglesia, que les acusa de estar más centrados en su carisma que en la labor evangélica común, en definitiva les acusa de sectarios militantes.

Son, en todo caso, cuestiones que el catolicismo político y la política católica tendrá que resolver en su seno. Pero no estará sólo. Si es valiente, no. A su lado caminarán todos los que combaten contra un régimen que sólo ofrece su impostura, la esclavitud y el vacío.

N.O.A. Núcleos de Oposición Antinacionalista

Liberales y conservadores, una historia de España

La visión que el conservadurismo tiene de él mismo desde el siglo XIX es la de una opción renovadora, “transaccional”, es decir pactista, un “centro integrador” que defiende “los principios esenciales de la revolución liberal”, y sobre todo ESTABLE.

Y esta visión será, a la postre, la que va a marcar su ideología. “La derecha es cobarde”. Falta de ideología, de fimeza, complejo de inferioridad frente a la izquierda (sin ideología ya pero con malas artes y mucha autolegitimación).

Y se la llama cobarde porque ya desde 1820 los “exaltados” exhalaban un jacobinismo puro, extremista, desleal y agresivo, ante el que había que ser consecuente en la respuesta ideológica. Como hoy ocurre.

Como describe acertadamente José María Marco:

En contra de lo que constituye una de las características del ideario conservador, el Partido Popular se ha abstenido hasta ahora de preconizar para la sociedad española un consenso que vaya más allá de lo político y la aplicación de la ley, y se ha abstenido casi siempre en el debate ideológico. Por ejemplo, un elemento tan básico en la cohesión y la continuidad de la nación como es el patriotismo –valor conservador por excelencia- ha sido puesto en sordina por el Partido Popular, aun cuando no haya dudado en enfrentarse a los nacionalismos. José María Aznar ha preferido con frecuencia hablar de “recuperación de la ilusión colectiva y de la confianza de los españoles”. El Partido Popular también ha evitado la discusión en cuanto a la religión y las costumbres. Lo ha hecho incluso cuando ha tomado medidas que favorecían a la Iglesia católica (como la implantación de la asignatura de Religión en el bachillerato) o que pretendían defender a la familia (la negativa a legislar sobre contratos civiles para parejas del mismo sexo). La voluntad de restaurar un currículo nacional en la enseñanza secundaria no fue acompañada de la correspondiente –y necesaria- ofensiva ideológica.

El liberalismo, por el contrario, es producto de los profundos cambios que su evolución, protagonista del siglo, le ha dejado en su cuerpo político. Centrado en la defensa de libertades civiles y económicas, no todas sus iniciativas han resultado fructíferas para el Pueblo y la Nación españoles. Iniciativas como las desamortizaciones no cumplieron sus objetivos, o los resultados fueron negativos. Por otra parte, elementos ajenos al cuerpo político liberal aprovecharon sus movimientos para cumplir sus fines ocultos, siempre radicales. Detrás de las violentas independencias americanas, por ejemplo, estaban estos radicales, como Riego o Mina, sirviendo quizás de modo idealista, a intereses ajenos, sectarios y extranjeros.

Aún en el 78, el complejo y los errores de ese conservadurismo liberal, o liberalismo conservador, para con la Nación se revelan fatales, tal y como reflejó el diario ABC:

El naufragio del liberalismo español -ese liberalismo que no se reduce a los liberales doctrinarios, sino a quienes han forjado, con distintas siglas, la moderna Europa- se produjo en el momento en que no pudo añadir al acuerdo constitucional una nacionalización de masas, basada en un sentimiento de pertenencia, en una familiaridad con la cultura compartida, en un principio elemental de solidaridad que precediera a la convivencia bajo el cielo protector de la Carta Magna. No quisimos comenzar por hacernos una idea de España y nos conformarnos con disponer de un esquema formal para encapsular sus instituciones. Creímos que la realidad iría fabricando la idea, y no ha sido así. Bien lo entendieron quienes construyeron naciones desde organismos autonómicos. Quienes han ido impugnando ese significado nacional sobre el que se construye cualquier edificio político duradero. Lo entendieron perfectamente los nacionalistas: su mismo nombre indica que empezaron por definirse por un sentido de comunidad que debían convertir en conciencia colectiva. Ningún analista puede creer que los nacionalistas iban a conformarse con disponer de un Estatuto y aceptarlo como fin de trayecto, como hicieron los constitucionalistas españoles con el texto de 1978.

Hoy, su resurgimiento en nuestra nación viene estrechamente vinculado a una apuesta por la defensa de las libertades civiles, (amenazadas sobre todo por el intervencionismo de lo “políticamente correcto” de la post-izquierda y por el totalitarismo de los nacionalismos) y por la globalización y liberalización económicas, que consideran vinculadas todas ellas entre sí.


La dicotomia política

En sus origenes, tanto el partido liberal como el conservador eran de hecho grandes constelaciones de grupos, tendencias y representantes de grandes y pequeños intereses a nivel nacional, local, económico o cultural. Lo propio de las sociedades de la primera industrialización.

Entre las facciones liberales y conservadoras que protagonizaron la andadura política del siglo, existía una pugna por los términos que los definían: moderados, unionistas, puros, progresistas…, y que supondrá una escalada en la radicalización que no frenaría la lógica y progresiva moderación de las posturas de las facciones.

Esa radicalización y proliferación no llevó a la clarificación de las posturas políticas, más bien aumentó la confusión por la multiplicación de las simpatías calladas.

Voy a darme el placer de dejar al Duque de Tetuán con un palmo de narices, porque voy a ser más liberal que Riego”, diría el “espadón” moderado general Narváez refiriéndose al “unionista” general O´Donnell en 1871.

El propio conde de Romanones o Gabriel Maura utilizarían un lenguaje rupturista y jacobino hablando del “antiguo régimen”. El mismo lenguaje, por otra parte, de la Dictadura regeneracionista del general Primo de Rivera, que se autocalificaba de “santamente revolucionario”.

Es la enfermedad de los moderados, tener que apechugar con la fuerza del reivindicacionismo y agitación de los “revolucionarios”, radicales y “progresistas”, lo que les ha generado un complejo de inferioridad. El mismo complejo trajo la nefasta II República y el aún más nefasto régimen oscuro de Zapatero.


Las bases constitucionales

El concepto en que se basan las modernas constituciones españolas, especialmente la de 1845), de los “antiguos fueros y libertades”, es netamente conservador. Cortes y rey, dirían Donoso Cortés y Jaime Balmes. Es la expresión doctrinaria del pensamiento del liberalismo moderado, el moderantismo, que encarnarán el reformador Cánovas del Castillo y el general Narváez.

Pues bien, a pesar de su moderna centralización administrativa, las Constituciones del 45 y todas las otras, adolecerán de la contradicción de respetar, y de hecho encarnar, los reaccionarios y medievales fueros, fortalecidos y aumentados bajo Isabel II en la Restauración.

Estos fueros generarán potentes oligarquías locales, primero económicas y después políticas (“se acata pero no se cumple”), que con el tiempo y ante cualquier crisis crearán los nacionalismos políticos modernos.

Y para los industriales catalanes, el proteccionismo a ultranza, el mercado cautivo y subdesarrollado por y para ellos. Ambos regímenes y sus oligarquías encarnan el conservadurismo duro español. Antimoderno y proteccionista.

La propia abolición canovista de los fueros en 1877, y pese a su pensamiento moderno centralizador, se debió al cumplimiento de las leyes de 1839 y 1876, sobre quintas y tributos. No tenía Cánovas, por desgracia, una posición antiforal, y de hecho inició los Conciertos Económicos privilegiados.

Frente al racismo e integrismo de los nacionalismos, ya entonces, la centralización la definió Cánovas como “la civilización y la libertad”, pero ese transaccionismo conservador, de pacto y componenda, que aún hoy dura, oligárquico y alejado de sus bases (como el PP), le impidió ponerla en práctica.

Como en el caso de Cánovas, ese sistema de equilibrio centrista sólo puede lograrse con la colaboración leal o la ausencia de los partidos flanqueadores.

La política descentralizadora, inútil y desacertada, la continuaron Canalejas, Dato y Maura. Todo por la “evolución” política. Esa debilidad, considerada virtud también ahora por los conservadores españoles, es y ha sido la causa de todos los problemas endémicos de España y el mejor aliado de sus múltiples enemigos subversivos, radicalizándolos e incentivándolos.


Una tarea a cumplir

El movimiento de resistencia antinacionalista NECESITA a estos ciudadanos que se atreven a decir que son conservadores o liberales, que han recuperado esos términos para el arco político activo, que apoyan públicamente a Israel, una alianza con los USA o la globalización. Verdaderos “políticamente incorrectos”, rebeldes con causa, ciudadanos conscientes y activos.

El surgimiento hoy de estos movimientos ha venido acompañado de una intensa ola de reivindicación y protesta frente a la incentivación del proceso de desunión nacional y degradación política que viene protagonizando el gobierno del presidente Zapatero.

Una ola que ha escogido como emblema la enseña y el himno nacionales. Y que sólo en ellos puede encarnarse.

Como ha reprochado recientemente el PP a Zapatero, el diálogo en sí mismo no es un valor ni un programa, y menos con adversarios desleales para con el sistema democrático y sus libertades.

Y este es el verdadero problema de los que se enfrentan hoy a las dictaduras nacionalistas y a sus aliados gubernamentales: perderse en sus conceptos, lo colateral, la sectarización, la obsesión por la equidistancia o el consenso a cualquier precio, e ignorar el verdadero problema y carácter del enemigo, es decir la unidad nacional, sin la cual ningún programa tiene base o sentido. ¡Aprendamos del pasado!.

Decía Nietzsche que las palabras terminan volviéndose duras como piedras, y por lo tanto inservibles para su fin de definir y expresar realidades.

Por ello, la propuesta política conservadora o liberal, defensora de las libertades, nada valdrá ni logrará si no se encarna, firmemente y sin tibubeos ni mediaciones, en una más amplia de regeneración política, en el combate contra el presente proceso de degradación democrática y, sobre todo, de la recuperación de la unidad nacional, asignatura pendiente y base indispensable de cualquier proyecto.

Constitucionalistas: entre la libertad y la ley

Entre los grupos que constituyen el movimiento de resistencia a las tiranías nacionalistas y sus cómplices institucionales, forman un nutrido sector los constitucionalistas. Desde grupos locales a entidades veteranas, basan su discurso de defensa de la libertad en la defensa de valores constitucionales que están siendo pisoteados o ninguneados.

Totalitarismo y legalidad

El constitucionalismo en la Historia de España arranca en 1812, con las Cortes de Cádiz. Fue el más importante logro del siglo XIX en conjugar el moderno constitucionalismo con el régimen monárquico, lo que le granjeó la enemistad de los liberales moderados. Se reconocía como ley suprema el gobierno representativo, la separación de poderes y la independencia judicial.

La Constitución actual es la de 1978. El problema es que el origen de este texto es la necesidad de componendas y pactos entre todos los sectores emergentes de oposición al agonizante régimen franquista: demócratas del sistema e izquierda (especialmente el PCE), nacionalistas y extrema izquierda. (Una buena descripción se encuentra en “Así se hizo la Constitución” -Joaquín Aguirre Bellver, 1978-, donde se dice que “hemos encargado hacer nuestra democracia a unos pícaros”).

En la izquierda pronto reinaría en solitario el PSOE, gracias al apoyo del presidente Suárez y al dinero de los socialistas alemanes. La derecha, siempre acomplejada, ya desde los años 30, terminaría agrupada en AP, al final más sólida que la élite de notables de UCD. Los extremos desaparecieron ya en los 80 y quedan los nacionalistas.

Buena parte de la constitución está enfocada a ellos. La organización territorial, heredera de los nefastos estatutos autonomistas azañistas de la II República, o el sistema electoral desequilibrado.

El problema es que los nacionalismos no están ni estarán satisfechos con una subdivisión territorial y unos derechos hegemónicos que no sean absolutos. Con un voto estable, que aumenta con la proliferación de sus organizaciones y tendencias supuestas, manifiestan de un modo cada vez más arrogante y directa su deslealtad al sistema, a la democracia y a la Nación española.

Combinan la corrupción, el caciquismo y los componenetes del conchabeo partitocrático con el constante aumento de su poder y la aceleración de la escalada nacionalista, promovida por el desarrollo de grupos extremistas de alborotadores que ingresan en el sistema parlamentario.

Se equivocan los que creen que el nacionalismo es sólo una forma de legitimar un poder creciente e ilegítimo, es mucho más: es la pulsión totalitaria.

Con los nacionalismos tenemos el mismo problema que con los islámicos, o anteriormente con los fascismos y el comunismo. Es esa ansia de totalitarismo, de totalidad egocéntrica de la ideología nacionalista, de metas desmesuradas y descabelladas de “limpieza étnico-lingüística”, con la que tropezaron las democracias europeas en los años 30, en los 40 y ahora, y con las mismas bonitas palabras: autodeterminación, derechos, comunidad, víctima… Ya las utilizaba Hitler.


Los límites de la democracia

La democracia consiste en dotar a cada ciudadano del derecho al voto, y de permitir el libre juego de tendencias y facciones. Dejando a un lado la fosilización y corrupción del sistema por los partidos, existen muchas maneras de limitar en la práctica el modelo democrático sin socavar su formalismo.

Comunistas, fascistas, nacionalistas, populistas y autoritarios de todo tipo han sido maestros en conquistar y desvirtuar la democracia y en transferirse su legitimidad (“democracia popular”, “democracia socialista”, “democracia orgánica”, “democracia social”).

La legalidad revienta cuando organizaciones desleales ingresan en el sistema y adquieren un cierto volumen, introduciendo elementos de funcionamiento o de principios que son espúreos.


Legitimidad versus legalidad

La inserción de estas organizaciones en el sistema les da además un plus de legitimidad, de derecho y credibilidad de sus presupuestos ideológicos. Lenin y Hitler lo sabían bien, y todos los políticos populistas (Morales, Fujimori, Chaves…). Con todo, el nacionalismo es un totalitarismo más puro y letal que el resto de ellos juntos. Ya dijo el filósofo de la “nueva” izquierda, Herbert Marcuse, que no puede aplicarse la democracia a los que desean destruirla.

La fusión de las lealtades al Pueblo, Nación y Estado crea un “nuevo mundo feliz” en el que los problemas desaparecen, junto con la pluralidad, las facciones y los sectores sociales. Los métodos, los resultados y las intenciones reales de tales regímenes se hacen visibles posteriormente, y para entonces es casi imposible superar la barrera de legalidad, legitimidad, ideología y coerción que poseen.

La deslealtad que ellos demuestran para con la democracia no la permiten ni en pequeñas dosis a sus hipotéticos opositores: es el camino de Robespierre y Stalin, y los ramalazos que ya tuvieron Arzalluz, Pujol, Carod…

La democracia no supone un obstáculo para ellos, que utilizan su nombre para encubrir abusos de todo tipo: culturales y políticos.

Así, cuando hablamos de la “Constitución de 1978”, ¿a qué momento idealizado de su aplicación nos referimos?, ¿y en qué papel situamos a los nacionalistas?, ¿en el de comparsas necesarios?, ¿como expresión de “hechos diferenciales” reales y no creados por ellos?.

¿Hasta donde la negación de la Nación, los insultos al Ejército, la persecución del idioma, de la libertad de expresión, de información, la unidad fiscal, todo ello citado en la Constitución?.

¿En qué punto de la desintegración de nuestra Nación y de saqueo de nuestra economía deberíamos habernos plantado?, ¿cuánta deslegitimación y cuánta desigualdad aguanta el sistema?.


La encrucijada constitucional

El inestable sistema autonómico ha estallado cuando los partidos nacionales han incentivado el cambalache con los nacionalistas, por motivos de matemática electoral, y cuando se ha apoderado de uno de los partidos, eliminando a todas las facciones, un personaje político con ansias de puro poder o con metas inconfesables.

El baile de localismos, “descentralización”, regionalismos, federalismos, partitocracia, autonomismos, fuerismos y nacionalismos ha generado un aumento de la burocracia de un 1.700 %, del gasto estatal, y de los impuestos, sin contar con la infinita corrupción y la multiplicación de la represión a la lengua y cultura españolas por parte de una caterva de palurdos y coléricos nazis provincianos.

Si la Constitución del 78 quería ser un freno para los nacionalismos ha fracasado. Si quería ser un pacto duradero ha fracasado. Es hoy una estructura rebasada. Y los mismos que la violan piden su reforma mientras blindan sus estatutos autonómicos. Supremo cinismo político.

No ha sido una buena constitución como no lo fue la republicana. Podría haberlo sido sin el problema nacionalista o sin haberse doblegado a él. El consenso sistemático con organizaciones desleales ha terminado con ella y con cualquier proyecto de estabilidad. Sólo el adoctrinamiento de la población de sus territorios es un problema que requiere grandes remedios.

Para plantar cara a esta situación y recobrar las libertades es para lo que muchos se han movilizado. Pero hay que señalar sin vacilar el daño y los culpables y proponer la solución, y no paliativos y contemporanizaciones que son de hecho colaboracionismo. Ya no es sólo la Constitución, es la democracia, el Pueblo y la Nación mismos.

Llegados a esta situación, las fuerzas demócratas sólo pueden verificar lo elevado de la apuesta y lo radical del antagonismo, más allá de cualquier apariencia de legalidad formal, al estilo del nefasto Herrero de Miñón.

No es una cuestión de reforma o interpretación, son los propios fondos y formas los que han sido quebrantados. Porque el legalismo sin legalidad conduce a la eliminación práctica de los derechos.

El movimiento antinacionalista

Las organizaciones antinacionalistas comienzan a surgir a finales de los años 80, cuando la caótica efervescencia política post-franquista desaparece y queda conjurado el peligro involucionista tras el 23-F. Es entonces cuando grupos de ex-activistas comienzan a sentirse agobiados y a reflexionar sobre la escalada agresiva de los nacionalismos.

Surge así en Barcelona la “Asociación Miguel de Cervantes”, en 1983, centrada fundamentalmente en el mundo cultural y la denuncia social. Un grupo de jóvenes se escinde de ellos en 1992 deseando llevar a cabo una labor más política y crearán la “Asociación por la Tolerancia”.

Toda la labor de resistencia al nacionalismo fructificará muy lentamente con iniciativas como el Manifiesto de los 2.300 (1981), el de la Tolerancia Lingüística en 1994, la creación del “Foro Babel”, en 1997, o más recientemente, el de la Plataforma Libertad en 2000, y del “Partido de los Ciudadanos” en 2006.

En el País Vasco la valiente AVT se creará ya en 1981, para hacer frente a la horfandad de las víctimas del terrorismo ante la desidia e inacción de los sucesivos gobiernos. El Foro Ermua en 1997 y Convivencia Cívica en el 98. Comienzan a editarse webs en Internet con el nacimiento del siglo cada vez más abiertamente claras y denunciantes.

Las Olimpiadas del 92 en Barcelona y la histeria nacionalista que las acompañan (pretendieron que se celebraban no en una ciudad sino en un “país”) suscitan alarma y coinciden con un alud de obras y críticas sobre el agresivo empuje nacionalista.

El mundo intelectual comienza a despertar. Este tendrá y tienen hoy un gran protagonismo, pero no debe hacernos olvidar que los intelectuales son sólo una espoleta (en el mejor de los casos) y que un movimiento no puede depender de los vaivenes de ellos si quiere estar vivo y perdurar.

Estas dinámicas, y todo el movimiento en general, está fuertemente lastrado por la hegemonía y autolegitimación del nacionalismo y su lenguaje. Esas expresiones y actitudes “políticamente correctas” de los nacionalismos se han introducido también en las formulaciones y el fondo político del movimiento antinacionalista, que se niega a llamarse así y adopta el absurdo nombre de “no-nacionalista”, que no ataca la patraña cultural de los nacionalismos, o la aberrante y costosa estructura autonómica para ellos creada.

El otro gran problema que debe afrontar el movimiento es el fraccionamiento.

Primero político. La reciente crisis del Partido de los Ciudadanos es un buen ejemplo de ello: los enfrentamientos personales, sectarios e ideológicos, se mezclan y solapan, casi hundiendo un proyecto que se inició en el “Foro Mogambo” una década antes.

El segundo es estructural. Aún hay hoy grupos reticentes a salir del estrecho marco regional o local en el que se desenvuelven, por miedo a constituirse en una alternativa nacional española, aunque eso no les evite las acusaciones de “franquistas-fascistas-lerrouxistas” del enemigo.

Los NOA son producto de esa reticencia, de ese complejo. Nacen para combatirlo.

Todo ello nos obliga a considerar como primer objetivo del movimiento “crear” el propio movimiento, dotarle de significado y visibilidad, en definitiva corporeizarlo.

En comparación con la situación de hace diez años, el movimiento ha crecido y se ha fortalecido, pero no basta, es sólo el inicio del principio. Generar ese movimiento, hacerlo visible, crear un lenguaje, unos valores y unos símbolos únicos y compartidos. Y tener como meta y eje la regeneración nacional y la eliminación de los nacionalismos y sus aliados. Sin más.

Esa es la paradójica meta próxima del movimiento: generar el propio movimiento, organizarlo.

La izquierda nacional

Es un tema recurrente hablar de la traición abierta de la izquierda a la Nación y Pueblo españoles. Nosotros lo hemos descrito en varios artículos.

Desde los orígenes, la idea de nación estuvo reñida con los análisis predominantemente sociales de la izquierda, sólo interesada en los efectos subversivos de los separatismos. Ayer y hoy. La izquierda ha visto la nación como una “representación ideológica de las clases dominantes”.

No me tiñan de rojo el nacionalismo” diría Lenin (aunque él lo hizo cuando le convino).

Esa visión ha causado un mayor daño en España, por razones históricas. Esa fiesta, realmente nacional y realmente popular, que debía ser el dos de mayo de 1808, fue rechazada por las izquierdas por lo primero y por las derechas por lo segundo.

La Historia española de los siglos XIX y XX es la de una continua alianza entre las “fuerzas progresistas” y los separatismos y sus falsedades. Sólo en el momento más desfavorable, en plena Guerra Civil, la izquierda reprochará a los nacionalistas su doblez y traición, en boca de figuras como Azaña o Negrín, presidentes republicanos. Sólo al final generará un discurso patriótico centrado sobre todo en contra de la intervención italo-alemana-marroquí (no la soviética).

Lo verdaderamente grave no es el desapego de la izquierda hacia un nacionalismo español que no existió ni existe, aunque sea agitado como un espantajo por intereses políticos, y que ni siquiera se encarnó en la derecha, más proclive a componendas y pactos. Lo grave es la absoluta beligerancia para con todo lo que suponga historia o reivindicación de lo puramente nacional, sin contenido social, a diferencia de países como Italia o Francia (que por eso mismo generaron fascismos, es decir nacional-socialismos).

En la Transición, tras el afianzamiento de la oposición, la disgregación dentro de los partidos avanzó inexorablemente hasta hoy mismo, en que lo que se da a las tiranías nacionalistas es presentado como fruslerías o “reorganizaciones estructurales”.

El PSOE catalán ha terminado por desaparecer, con su importante bloque de votantes, subsumido por los cuatro jerarcas nacionalistas del minúsculo PSC. Mucho antes el maoísta PTE, en plena decadencia, cambiaba sus siglas por PTE antes de desaparecer, y el minúsculo troskista PORE se quedó en POR, porque con la C se hubiera leido “puerco” (PORC). La OICE se transformó en OEC (y por no repetir otra C), y así todos. El PCE ya tenía el PSUC, que como el resto desapareció (ahora son EUiA, la conjunción catalanizada es para demostrar su hipernacionalismo). Por no hablar del PS navarro, uno de cuyos sectores está dispuesto ahora a una escisión para pactar con los separatistas del brazo político etarra.

Sus cesiones se han transformado en un retroceso permanente ante las alucinaciones nacionalistas. Y lo peor es que cualquier resistencia es furiosamente atacada como “reaccionaria” o “franquista”.

El proceso de degradación ideológica, y aún peor, política de la izquierda es irreversible. Lo que se ha apoderado del PSOE, eliminando adversarios y tendencias, es indescifrable, y aunque hijo de la izquierda no es propiamente izquierda.

Cuando lo social decae por su complejidad o por la ineficacia evidente de las soluciones simples, sólo queda la manipulación de los miedos y esperanzas.

Las bases de la izquierda simplemente han desaparecido.

El referente del “socialismo real”, real como su miseria, ha desaparecido. El referente de clase, obrerista, ha desaparecido, como los intelectuales y la clase media que lo sostenía. Económicamente, la excusa del Estado del Bienestar, no propiamente socialista, se ha derrumbado, no quedando ya ni la esperanza vacua y pospuesta de la nacionalización. Los gobiernos de izquierda de los años 90 no sólo no fueron un antídoto contra la corrupción del poder sino que la elevaron a sus más altas cimas, por no hablar del aumento exponencial de la burocracia y el gasto público enfocada hacia el amiguismo, las oligarquías locales y todo tipo de grupos e iniciativas inútiles y alejadas de la mayoría de la población.

La izquierda podría convertirse en un polo de defensa de las libertades como pretende, pero en realidad es el vertedero de todos los prejuicios, sectarismos, chanchullos y represiones de lo “políticamente correcto” y sus grupúsculos étnicos, nacionalistas, ecologistas, “multiculturalistas”, etc… .

Pese a su verborrea libertaria la izquierda se ha convertido en “el Sistema”, y frente a ellos están los rebeldes que defienden las libertades contra su represión. Lejanos quedan los tiempos del “prohibido prohibir” del 68.

Lo peor de todo es que se ha aliado con los totalitarios nacionalistas en su huida hacia adelante, hacia el poder por el poder, hacia la nada, constituyendo esa amalgama indefinible llamada “progresismo”, bajo la que se cometen todo tipo de tropelías y abusos.

¿Queda espacio para una izquierda nacional?. No requiere mucho esfuerzo, o sí. Basta con una denuncia clara y firme de esta situación y, lo más difícil, identificar el bienestar del pueblo y de su marco nacional como el bien supremo. Por encima de sectarismos y programas.

Hay grupos que empiezan a verlo claro, y no seríamos honestos si no citáramos aquí a dos. La UCE (Unificación Comunsita de España), de tendencia marxista-leninista, atacada repetidas veces en el País Vasco (lógico, unificación y española), veterana en la militancia. Y el partido SAIN (Solidaridad, Autogestión e Internacionalismo), de tendencia social-cristiana. Insistentes ambos en la denuncia de las manipulaciones de la oligarquía de partidos y su servilismo hacia la disgregación nacionalista, caiga quien caiga.

Un saludo a ellos y a todos los que anteponen la honestidad y fidelidad políticas a cualquier ortodoxia. Deberíais especificar en vuestros programas, estrategias y propaganda, el punto primordial, de combate contra la disgregación nacionalista y lo que ello representa: humana, económica y socialmente. Abandonad el sectarismo inútil.

El verdadero sentido de un programa de izquierda sólo podrá revelarse en un contexto de regeneración y liberación nacional del pueblo español. Ya sabéis contra qué enemigo, contra qué sanguijuela y contra qué represión será.

N.O.A. Núcleos de Oposición Antinacionalista