Los ejes de unidad del movimiento de resistencia- I I : Derogación del Estado de las Autonomías

Ante la posibilidad de no ser suficientemente precisos en las propuestas políticas y organizativas que realizamos en nuestros comunicados, consideramos necesario formular los ejes básicos imprescindibles para vertebrar el movimiento de verdadera y efectiva resistencia a las tiranías nacionalistas y a los cómplices institucionales que las sostienen:

  • Defensa firme de la unidad nacional y del carácter de nación de España, de su cultura y de su historia.
  • Derogación del “Estado de las Autonomías”, fuente del poder de los nacionalismos y aberración política y económica. Lo que requiere propugnar la modificación de la Constitución, en éste sentido, y cambiar la Ley Electoral.
  • Regeneración democrática en profundidad frente al sistema oligárquico de los partidos anquilosados.
  • Instauración, en todos los temas, del principio de protección de la población frente a entelequias políticas y derechos intermedios ajenos a las personas y a la colectividad del pueblo.

En éste documento proponemos un examen sucinto del segundo punto, sin la pretensión de considerarlo cerrado, antes al contrario, agradeceríamos vuestras reflexiones y análisis para en una ulterior síntesis alcanzar una plataforma interpretativa común.

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Derogación del “Estado de las Autonomías”.

Hace aún pocos años, criticar el Estado de las Autonomías era “franquismo puro”. Ahora se va viendo que son la base del problema, del poder, del saqueo y del chantaje de los nacionalismos disgregadores. De antemano identificamos una vertiente política y otra económica.

La primera cuestión que debemos abordar es ¿autonomías para qué?. Si de lo que se trata es de dar satisfacción a grupos que persiguen la disolución nacional o posiciones de privilegio, es estúpido que les hagamos la cama, que es lo que se ha hecho, lo que ha hecho la oligarquía política para cimentar su dominio.

Todo por el consenso a machamartillo del suarismo en la Santa Transición del 77, antecedente del “talante” del régimen socialista de Rodríguez Zapatero. Se recurrió para ello a los Estatutos autonómicos de la maldita II República, origen de todos los males del siglo XX español. Estos Estatutos fueron aprobados exclusivamente por el empecinamiento del presidente Azaña (que quería resguardar el flanco de la izquierda nacionalista catalana), autor de la alianza de las élites republicanas con “los gruesos batallones populares” de la izquierda socialista, lanzados a la subversión.

Para hacer pasar ese trago, Adolfo Suárez ideó el “café para todos”, todos autonómicos. Esto es el autonomismo político, de origen derechista. El izquierdista viene del intento (exitoso) de identificar república, izquierda y nacionalismos separatistas, obviando la ofensiva contra la II República “burguesa” de la izquierda, y saltando directamente a la apropiación de socialistas y comunistas de la República durante la guerra civil, cuando controlaban todos los resortes del poder republicano.

Era previsible que esta situación desagradara, ideológicamente, a los nacionalistas, pero les proporcionaba una fuente permanente de chantaje político-económico. Primero porque el Estado autonómico no refleja toda la “singularidad” que el complejo de inferioridad y envidia, base psicológica del nacionalismo, reclama. En segundo lugar porque el nacionalismo es totalitario por naturaleza y lo quiere todo y absoluto, excluyendo al contrario hasta eliminarle físicamente. Y luego porque el carácter abierto e interminable del proceso autonómico (porque es un proceso y no una situación organizativa) les permite ordeñar la vaca hasta secarla.

Si se argumenta que es cuestión de descentralización, la pregunta sigue siendo ¿para qué?. Como en el mundo empresarial, sólo puede tener sentido para obtener eficacia y reducción de costes. El resultado autonómico ha sido el contrario, y de largo. Y sabido es que una unidad autónoma, cuanto más pequeña es, más caros resultan sus gastos.

Por otra parte, si se trataba de simple descentralización, ya estaban las diputaciones locales, y tal y como lo expresó el ex-presidente socialista Felipe González, con gran indignación de los nacionalistas. Esta actitud, a caballo entre las proclamas de “cercanía” (¿las autonomías en lugar de los ayuntamientos?) y “eficacia” (ahí está el derroche autonómico) y las constantes reivindicaciones “culturales”, les ha reportado grandes créditos políticos.

El municipalismo y el localismo, herencias culturales del Antiguo Régimen feudal, estuvieron presentes en los programas regeneracionistas tanto de liberales como de conservadores, con variados argumentos, surcando la agitada Historia del siglo XIX español, como falsos emblemas de democratismo y antiguas libertades que algunos remontaban a la época de los Reyes Católicos. Perduró incluso en programas como los de la fascista Falange Española, y sigue siendo un arma antimoderna muy apreciada por la extrema-derecha europea de diverso pelaje.

Huelga decir que sólo arrancando este problema en su raiz podemos solucionarlo.

Pero el olfato y motivo oculto para las oligarquías locales es economico. El “se obedece pero no se cumple” de estas oligarquías locales ya condicionó el esfuerzo por la construcción del Estado nacional y supuso, como ahora, una sangría para la Hacienda pública y un freno al progreso económico y social. Como hoy.

Aspecto político

Es bien conocido que el estado central unitario tuvo un desarrollo muy lento y deficiente, en España, a lo largo del siglo pasado y que su funcionamiento democrático fue muy precario tanto en cuanto a la solidez de sus instituciones como en sus medios económicos, siempre obstaculizado y hostigado por fuerzas que, originarias en los privilegios feudales del Antiguo Régimen, han evolucionado en su formulación y representación (de los antiguos señores a las modernas oligarquías económicas y políticas). Si bien el peso e implantación social de esas fuerzas siempre fue muy minoritario, la endémica debilidad, la falta de convicciones, e intereses espurios de los políticos hizo el resto.

Prematuramente se definió que el estado central unitario era una fórmula ineficiente y anticuada (sin haber llegado realmente a existir de una forma estable y continuada) y que el estado descentralizado era mucho más eficiente y democrático (sin pruebas de ello). Mientras tanto, en el resto de países europeos se construían estados unitarios, con notables dificultades, en entornos con mucha más diversidad y complejidad social que en España.

Esos estados han funcionado democráticamente hasta el presente, no puede decirse que hayan sido obstáculos al progreso económico, social, y político, y por el momento no se cuestionan. Más bien, ante el ejemplo negativo de España, que nadie sigue, se reafirman en la conservación de su estado unitario (Francia, Inglaterra, Italia,…no son menos democráticas que España; Alemania sigue el proceso inverso). E incluso hacia esa estructura unitaria se aproximan, de hecho, los pocos estados federales existentes, formulados para unir partes igualitariamente, no para disgregar unidades históricas previas.

Pero “los políticos” de la “transición”, al igual que los de la IIª República, también definieron que la democracia y el estado central no eran posibles sin gobiernos regionales autónomos y fuertes. Convicción, sincera o no, en todo caso gratuita, pero muy conveniente para una pléyade de aspirantes a políticos, arrivistas de todo pelaje (muchos de ellos procedentes del franquismo), que vieron en el proyecto de un estado basado en autonomías una enorme cantidad de nuevos puestos a cubrir, prebendas y regalías a repartir, poderes locales a hacer crecer al máximo incluso por encima del Estado común, aún a costa de desmembrar el país.

Así arrancó el proceso de elaboración de la Constitución de 1978, como un proceso de “refundación del Estado”.

El desarrollo de la nueva Constitución se llevó a cabo bajo la constante presión de los nacionalistas, que aunque muy minoritarios, intervinieron (como ponentes) en la redacción de la misma ya que se pretendía que fuese la Constitución “de todos” (especialmente de quienes desde el inicio anunciaban su repudio). Precisamente, por eso, resultó un redactado ambiguo y con notables defectos, características muy convenientes y en absoluto ingenuas.

La Constitución de 1978 plasmó e hizo realidad la división territorial de 1873 y 1931, regionalización que según los “constitucionalistas” no representaba ningún riesgo para la unidad ni una amenaza a la existencia de España. Ceguera voluntaria, cuando desde el inicio de las discusiones preliminares, el recién emergido (y exiguo) nacionalismo vasco mostró su maximalismo e intratabilidad así como su negativa a aceptar el juego democrático.

Pero con la excusa del “consenso” (“tabú” de la transición) se justificaron cesiones muy imprudentes, algunas notorias y otras más insidiosas. Con ellas se pretendió contentar a los nacionalistas, facilitarles “acomodo” y lograr su integración en una “democracia avanzada”. No sabemos si fue ingenuidad o estupidez, o algo peor.

Los complejos y el miedo, cuando no el desinterés y el desafecto al país, se evidencian a lo largo del texto que apenas se atreve a mencionar a la “nación española” y frecuentemente recurre al eufemismo “el Estado” para evitar el término “España”, o aplica a la lengua común y de integración social, la denominación de “castellano”, en lugar de “lengua española”. No es la primera vez que ocurre.

En especial, conviene señalar esa especie de culto reverencial a la historia, como si pretendiese fundar en ella su legitimidad. Nada se opone a referirse a la historia pero no como “fuente de derechos”, y menos aún asumir historias (locales) falsificadas que los apalanquen. Si el estado centralizado es una antigualla a desechar, no menos lo son los supuestos “derechos históricos”, pero en ningún caso la Constitución debe amoldarse a ellos, sinó al revés.

Pero las vacilaciones y la falta de convicciones, queriendo agradar y satisfacer a todos (incluso a los que nunca quieren darse por satisfechos), llevaron a introducir el indefinido término de “nacionalidades”, sin especificar su alcance, para “diferenciar” a unas comunidades de otras, lo que ha tenido consecuencias tremendas; de ahí se ha pasado, también equívocamente, a la denominación de “nacionalidades históricas”, cuyo verdadero significado (“comunidades que tuvieron un estatuto aprobado anteriormente – II República-“) se olvida expresamente para aprovechar “otro tipo de resonancias” e interpretaciones que nadie, nadie, se ha molestado en desmentir públicamente y con contundencia de una vez por todas, abriendo paso a que todas las regiones reclamen para sí la misma condición.

Si hay algo que los nacionalistas no pueden soportar es la igualdad, de modo que con su propia lógica ahora se reclaman “nación”, y lo mismo van haciendo progresivamente sus imitadores, lanzando un proceso de despropósitos al alza que lleva a la aberración de pretender imponer una definición exótica: “España es una nación de naciones”. Nadie sabe qué es eso, y los propios nacionalistas son conscientes del imposible, pero les interesa forzar ese engendro que saben que se autodestruirá caóticamente. De momento es una proposición inquietante y desestabilizadora; no es la única.

Nunca debió olvidarse que las cacareadas “conciencias nacionales” de los antiguos reinos, ni existen ni han existido, son puras creaciones de los partidos nacionalistas, como también lo son los “hechos diferenciales. Ahora hay que soportar a una cuadrilla de imitadores.

El tristemente célebre “Título VIII”, definido por algunos como un “cajón de sastre” donde se van acumulando toda clase de disposiciones inconexas para “salir del paso” ante las encerronas de los nacionalistas, es, en realidad, su mayor éxito. Según se dijo entonces, las deficiencias e interpretaciones torcidas irían siendo corregidas sobre la marcha por el Tribunal Constitucional, pero este tribunal, controlado por los políticos (incluyendo a nacionalistas), está resultando un instrumento imparable en el desguace de la nación; al no constituir una referencia externa sometida exclusivamente a derecho, resulta en una legalidad trucada.

No podemos extendernos en el examen detallado de todas las deficiencias del sistema, pero sí hay que remarcar una de sus características más perniciosas: el sistema es permanentemente abierto, no se prevé cual pueda, o deba, ser el final en un proceso sin límites pero que da lugar a una graninestabilidad institucional. El techo competencial de los entes autonómicos no está determinado, y al amparo de las ambigüedades constitucionales aquellos exigen como competencias pendientes las que deberían ser exclusivas del estado (nunca definidas), y así se han invertido los papeles: la Constitución define que los Estatutos forman parte del ordenamiento jurídico del Estado del que dimanan, pero ahora las autonomías “blindan” sus competencias, con lo cual es el Estado quien tiene que adecuarse a los Estatutos y conformarse con lo que le dejen, sin “blindar” nada para sí.

En combinación con esta Constitución deforme se implementó una Ley Electoral no menos nociva y decisiva. Al amparo de la misma se ha arruinado por completo el insoslayable principio democrático de “un hombre un voto, y todos los votos valen igual” como cualquiera puede comprobar examinando los resultados de cualquier elección general (p.ej. ERC, más que un partido una banda de malhechores radical y violenta muy minoritaria, obtiene más representación, con muchísimos menos votos que IU -vaya otros-, y así, puede verificarse partido a partido, el verdadero valor de cada voto). A este resultado se ha llegado mediante la definición de las regiones o provincias como circunscripción única, la implantación exclusivamente “regional” de un partido, y la representación proporcional “corregida”.

En conjunto se ha diseñado un mecanismo electoral que hace muy difícil que se puedan formar mayorías absolutas obligando inexorablemente a pactos post-electorales que dan la “llave” del Gobierno a minorías sobrerrepresentadas (sobre todo a aquellas que se declaran explícitamente enemigas del sistema y se proponen su destrucción).

Si la Constitución incentiva a los nacionalismos, no menos lo hace la Ley Electoral que les arroga un poder desmesurado. Pero no debemos olvidarnos de otros grandes culpables: los partidos políticos (especialmente el PSOE y el PP), que pudiendo cambiarla, no lo han hecho, ni se proponen hacerlo movidos exclusivamente por sus cálculos electorales e intereses espurios.

No vamos a olvidarnos de los panegiristas del sistema, los padres del engendro y numerosos y sesudos “analistas” y políticos que reivindican la perfección, lo imaginativo, lo innovador, lo avanzado, lo equilibrado del sistema político creado, para quienes esta Constitución, por fin, “vertebra una nación plural”. Esta ficción no puede mantenerse sin una intensa y constante propaganda sostenida por los corifeos del nuevo régimen en la que participan numerosos “intelectuales”, maestros, periodistas e incluso “artistas” (el “mundo de la cultura” ¿?), generalmente adscritos a una “izquierda”, que no lo es, mera progresía esnob, cuya única seña de identidad parece ser su antiespañolismo vergonzante (sinónimo de antifranquismo retrospectivo de muchos que, bien incrustados en el régimen anterior, necesitan ocultar su origen), y su incoherencia y vacío ideológico sustituido por toda clase de desechos sociales. Junto a éstos hemos de colocar a una “derecha”, que no tildamos de acomplejada, sino de indiferente al país, e incapaz de anteponer la nación a sus intereses sectarios; para ella “España” no es más que un mero argumento instrumental de ocasión, y cuyo único objetivo es participar en el “reparto” de poder.

Todos ellos han participado en ese engaño, en la ocultación y negación del rumbo y destino del proceso en marcha, con la finalidad de evitar la alarma social y una posible movilización ciudadana, único medio de dar al traste con esta indignidad para una población que se ha encontrado indefensa en manos de unas oligarquías políticas inamovibles y pestilentes y los nacionalismos, y atrapada en una red tejida entre la Constitución y la Ley Electoral.

Consideramos irrelevante analizar teóricamente el sistema, basta con observar los efectos más notorios y visibles de una Constitución mal hecha.

No es que el sistema no haya funcionado bien, ni que se haya aplicado mal, es que no podía funcionar de otra manera: la disgregación es el camino que abre el Título VIII. Porque todo el dispositivo se basa en la lealtad de unos partícipes que siempre fueron desleales y mezquinos y no han cambiado, porque esa es su naturaleza.

Si las negociaciones de los Estatutos iniciales concluyeron con claudicaciones e indebidas cesiones, la misma tónica han mantenido sucesivamente todos los Gobiernos de la democracia sin excepción. Todos han dejado pasar con pasividad, negligencia y connivencia, flagrantes violaciones de la Constitución (y de los propios Estatutos). Tanta impunidad no podía más que transmitir a los nacionalistas un mensaje de intangibilidad que les ha hecho crecer y envalentonarse.

Como no podía ser de otro modo, el fantástico “Estado Autonómico” ha sido inmediatamente desbordado por una cascada de procesos miméticos en todas las regiones. Fundamentalmente por dos razones prácticas al menos: los intereses de los políticos locales (o taifales) y la acción de unos “diferencialismos” que terminan generando agravios comparativos.

En cuanto a la primera, cada vez más los señores locales (“barones”) de todos los partidos perciben que intereses y oportunidades están en las “regiones” y no en un “Estado central” que ya es residual o inexistente en algunas y que va camino de serlo en otras, por lo que cuando ya sea un cascajo inútil y vacío habrá que deshacerse de él. Dichos barones territoriales han logrado imponer sus intereses personales (justificados como “cálculo electoral”) a un interés general que el “partido de ámbito nacional” ya no puede representar.

La segunda razón hace referencia a una dinámica inevitable: todas las regiones se reivindican víctimas de “injusticias históricas”, todas son protagonistas de historias “únicas”, exclusivas, desligadas de las demás (y convenientemente mitificadas). Todas están oprimidas por España. Y dado el carácter sacro que se ha otorgado a las “lenguas” locales (ahora declaradas “propias”, prescindiendo de la población real), todas se afanan en inventarse una. La desfachatez no tiene límites. El caso es rechazar vehementemente la lengua común, desprestigiar y dificultar su utilización y su enseñanza (erradicada ya en Cataluña), porque eso da prestigio y demuestra más radicalismo. Esta carrera desbocada en el rechazo de todo lo que nos une, ha sido liderada por los numerosos partidos regionalistas-nacionalistas que han proliferado con una agresividad inusitada, y a más violentos e independentistas se manifiestan, adquieren más legitimidad como “progresistas” y de “izquierdas” (ahora lo reaccionario es progresista). Lo moderno es eso, lo demás es “caspa”. A tal extremo ha calado esta perspectiva que los propios partidos de ámbito “nacional” (que no “nacionales”) se sienten deslegitimados y sus secciones regionales descalificadas como “sucursalistas” de “Madrid”, pese a que adaptan sus estructuras a un modelo federal-autonómico en el que se desnaturalizan.

La disgregación ha penetrado en todas las instituciones, incluso en las de la sociedad civil aplastada ya por las exigencias identitarias.

Las indebidas transferencias de “Cultura” y “Educación” a manos de las Comunidades han puesto en marcha procesos de ingeniería social dirigidos al repudio y al odio a España de consecuencias incalculables.

En el “Estado Autonómico” hay menos igualdad que en los estados centralizados, y sin igualdad es una quimera la democracia y la libertad. Este Estado es menos democrático porque necesariamente las “naciones” no pueden sino reclamar derechos exclusivos para sí, y eso implica crear Estados distintos: la disgregación.

De hecho lo que ahora aún se denominan Comunidades Autónomas tienen un funcionamiento y desarrollo institucional y burocrático hipertrofiado de muy difícil control, igual al de los grandes Estados. Un hecho insólito, con un coste brutal y un derroche extremo al que por nada renuncian en su política propagandística de hacerse visibles y de “prestigio”, ahora ampliada con la autoarrogación de la representación internacional y las inminentes “selecciones deportivas nacionales” (la española ya no podrá ser “nacional”, y tal vez ni existir), una cuestión en absoluto baladí digan lo que digan nuestros politicastros, se trata de un verdadero “abrelatas”. Si las transferencias de competencias han estado mal hechas, obedeciendo a las exigencias de los nacionalistas, su administración por parte de las Comunidades está resultando desastrosa. La teórica igualdad de derechos de los españoles en todo el país es pura filfa.

A éstos resultados nos ha conducido la única evolución posible de la actual Constitución, al eufemismo ridículo y falso de la “España plural”.

Aspecto económico

El Estado de las Autonomías es una estructura notablemente costosa, ineficaz, inútil y dispara la desigualdad. No olvidemos que esta aberración requiere el triple de funcionarios que un sistema normal, centralizado, lo cual ya nos resta un punto y medio de crecimiento del PIB anual.

El establecimiento de fronteras económicas neofeudales impide además la redistribución de la riqueza. Puestos a trocear, ¿por qué Barcelona debe pagar el menor desarrollo de Lérida?, ¿o por qué las zonas fértiles de ésta deben pagar la aridez de otros lugares de la provincia?. La excusa nacionalista esconde un sistema de saqueo de las oligarquías locales que arranca de la Edad Media. Sirve también para cubrir una buena cantidad de envidias y frustraciones sociales y personales que el nacionalismo encauza y alienta.

El exiguo 30 % de la economía que controla el gobierno central se une a todas las desventajas de la descentralización: dispersión, solapamiento, caciquismo, corrupción, control político… para impedir el desarrollo. Así el crecimiento real del PIB español lleva 25 años por debajo de nuestra tasa de crecimiento potencial. Irlanda partió de nuestra misma posición y ahora es la tercera economía europea, con una renta per cápita de 33.000 €/año, un 65 % superior a la española.

No entraremos en un análisis del maldito Estatuto catalán, que consagra el saqueo sistemático de la economía española, por el que el gobierno español no puede intervenir en la economía catalana (que se aprovecha del mercado nacional) pero la Generalidad tiene derecho de veto, lo que no existe ni en las confederaciones. Y esto unido al derroche e incompetencia demostradas largamente por los partidos catalanistas.

Una situación de vasallaje absurda además puesto que la economía catalana depende totalmente de la española y su mercado nacional. Como el resto de autonomías pudientes van a exigir lo mismo, serán los pobres los que decaerán, especialmente Andalucía y Extremadura, de siempre estigmatizadas como “vagos y ladrones” (justo al revés, lo son ellos).

Tampoco vamos a entrar en el sistema foral vasco, por el que el gobierno autonómico recibe transferencias de impuestos recaudados bajo la soberanía fiscal de las diputaciones forales. Esto no existe ni en Suiza ni en los EEUU.

El navarro es distinto porque es una sola provincia, sin la compleja red de interdependencias y relaciones forales. Franco mantuvo privilegios forales en Navarra como concesión al apoyo carlista a la rebelión de 1936. Los reaccionarios de extrema-derecha son muy devotos de los antiguos privilegios feudales contrarios al moderno Estado centralizado que en España vino de la mano de los liberales, con todos los defectos de estos sin embargo.

Tenemos también el caso especial de Canarias, con un régimen fiscal propio en la imposición indirecta. Y el de las autonomías de régimen común uniprovinciales, donde destaca el caso balear, con sus consejos insulares que no se han extinguido frente a la Hacienda autonómica.

A esta complejidad se une el hecho político de un gobierno central permanentemente claudicante y que no hace cumplir las normas y leyes comunes frente a las periferias desleales, sublevados y que desean “negociar” siempre porque en cada negociación no pierden nada y siempre cae algo. Este proceso de putrefacción aún se complica más por el hecho de que el sistema fiscal de una autonomía no puede ser adoptado por otra, como sería lógico en una situación de igualdad y no de privilegio flagrante. De ahí que el ex-presidente regional catalàn, Pascual Maragall, hablara descaradamente de “asimetría”, es decir, de desigualdad, de injusticia.

Las CCAA tienen todas las ventajas, el Estado ninguna, es el malo de la película, el receptor de todas las demandas, mientras que las CCAA se dedican a reducir impujestos, por ejemplo, o a dar subvenciones, medidas demagógicas y populistas, que paga el gobierno central, es decir todos los españoles.

Este es uno de los males del bilateralismo al que se tiende cada vez más, y otro es que no hay un criterio de equidad fijo, todo este tinglado se basa en “derechos históricos” falsos y aberrantes, que han logrado pudrir la democracia e instalar un mar de castas políticas, estructuras burocráticas, corrupción económica y clientelismo político.

De ahí parten las tan manidas balanzas fiscales, una obsesión del profesor nacionalista Trias Fargas.

Pero las balanzas fiscales deben integrarse en un sistema completo de flujos económicos y financieros de toda España, extraordinariamente complejo.

Para demostrar lo que está en juego tanto a nivel político y económico como de derechos democráticos y justicia social, baste decir que el 75 % de los flujos interregionales de ingresos y gastos derivados de la actividad del sector público son atribuibles en exclusiva a la redistribución personal de la renta, por la que se ajusta la equidad y se compensan las diferencias entre ricos y pobres, consecuencia del fucionamiento del mercado, lo cual aún sigue siendo la base del sistema político y social democrático.

Otro 8 % financia la creación de bienes públicos y regulatorios y sólo un 16 % de los gastos para el reparto territorial. Estas son las cifras y los hechos con sus posibles (probables) consecuencias.

De otra parte, el victimismo vasco, con una economía del 7 % nacional, y el catalán, con una economía de saldo equilibrado: tercera CCAA en PIB per cápita y tercera en aportación neta por habitante, especialmente equilibrada en comparación con Madrid o Baleares. Si tuvieran que protestar por algo sería por el CEV (cupo vasco). Y si de beneficios hablamos, la catalana es la región con el mejor saldo comercial favorable.

Ya no es sólo el aprovechamiento del mercado nacional ni el trasvase de población y de ahorro en el pasado y hoy, con los beneficios escandalosos de su banca, sino de otros parámetros, como la población activa y la pasiva (jubilados, parados, minusválidos…) que no les interesa tener en cuenta porque salen perdiendo.

Como la campña de finales de los años 70, “somos 6 millones” (de catalanes), aquí sí les interesó incluir a los “charnegos” para desactivar su oposición. Para el resto no.

En definitiva, el reparto fiscal no depende tanto de marcas territoriales o de poblaciones geográficas, como de las diferencias sociales individuales, es decir entre ricos y pobres. Si hay zonas subdesarrolladas es porque se ha promovido el desarrollo de otras. Franco bien pudiera haber instalado fábricas fuera de las zonas industriales tradicionales, o proteger otras que decaían. Especialmente con el INI. Ya había un grupo de falangistas de Barcelona que lo proponían. Profetas. Sin embargo los nacionalistas desagradecidos aún critican el Plan Badajoz.

El saqueo económico

La sangría político-económica tiene tres pilares: el funcionariado, la clase política y el dinero.

En cuanto al funcionariado, tenemos más de un millón y medio autonómicos y 600.000 locales, frente a poco más de medio millón nacionales (la tercera parte policía y militares). En 15 años han aumentado en 800.000, de ellos 700.000 son autonómicos. Y ello sin contar Universidades, diputados, órganos constitucionales, personal de empresas públicas, etc, con lo que podríamos engordar la cifra en varios centenares de miles más.

El porcentaje de altos cargos y sus sueldos es de escándalo. Hace seis años había un alto cargo por cada 1.979 funcionarios en la Administración Central, en las CCAA la proporción era de un alto cargo por cada 412. Sus sueldos suponían el 0,12 % en la Administración Central, y en las autonómicas el cuadruple. El tripartito catalán, que hizo bandera de la denuncia de los gastos pujolistas, ha aumentado espectacularmente el número de altos cargos.

A esto hay que sumar el aumento de personal en la Administración Central con la política del PSOE desde 2004, que ha sido de un 30 % en estos últimos cuatro años. En cuanto a las CCAA, el número de funcionarios parece querer ser su gran secreto, porque la opacidad es absoluta, hasta el punto de que los 2,5 millones de funcionarios oficiales se convierten en 3 según el boletín Estadístico al Servicio de las Administraciones Públicas y la EPA (Encuesta de Población Activa).

Y este aumento de plantillas autonómicas no se justifica por el traspaso de competencias, porque desde el año 2000 no se ha transferido ninguna que implicara un número importante de funcionarios. Lo mismo cabe decir de los ayuntamientos. El hecho es que desde 1998 el número de funcionarios autonómicos se ha duplicado.

Las diferencias en los sueldos de los funcionarios autonómicos y los nacionales roza el escándalo, y aumenta a medida que desciende el rango (lo cual es una forma de presentar al nacionalismo como “popular” y “obrero”). Los que más ganan son los vascos, gracias al maldito Concierto Económico que pagamos todos. Las diferencias son de un 30 % a un 70 % (¡!) con respecto a la menor.

Le siguen en esta comparativa Canarias y Baleares. Los motivos de estas desmesuradas diferencias son los incentivos autonómicos a antiguos funcionarios nacionales y las consecutivas negociaciones sindicales, que parten de una obligatoria subida anual del 2 % inscrita en los Presupuestos Generales del Estado.

En cuanto a la clase política, existen 65.522 concejales, 8.108 alcaldes, 1.034 diputados provinciales, 784 autonómicos y 2.175 ediles locales diversos, además de los 350 diputados y 254 senadores nacionales. Los autonómicos cobran sueldos que están entre los 9.000 y 51.000 euros más dietas. En Cataluña, por ejemplo, es de 34.000 y en Galicia de 30.000.

El presidente regional catalán cobra casi 150.000 y el madrileño 88.000, y el vasco 81.000, como el nacional. Un consejero catalán cobra 130.000 y uno de sus secretarios sectoriales 80.000. Los funcionarios que más cobran son los vascos, claro, con el dinero de todos los españoles.

Los primeros diputados democráticos entraron cobrando 50.000 pesetas, que pronto se autoaumentaron al doble, y se dotaron de múltiples privilegios entonces inexistentes: transportes, créditos, gastos de representación, pensiones íntegras.

Y llegamos a la deuda autonómica. Suma en el 2007 la cifra astronómica de 60.743 millones de euros, el 5,7 % de su PIB. La CCAA con mayor deuda sigue siendo la catalana, con 16.671 millones, seguida de la valenciana con 11.130. La deuda global con la banca es de 25.000 millones, el 14 % de los presupuestos regionales, que aumenta al doble si se añade el ayuntamientos y diputaciones.

Desde 1995 ha ascendido de forma vertiginosa. En 2002 era menos de la mitad de la actual (31.294 millones). Ya en 1984 la catalana era la más elevada.

Y no vale hablar de lo que aportan, de la “solidaridad”. Cataluña aporta el 3,32 % de su PIB al resto del territorio español, pero Madrid lo hace con un 10,88 %, y Baleares con un 6,99 %. El País Vasco y su Concierto Económico representa sólo un 7 % de la economía española, y reciben mucho más, que malgastan.

No es de extrañar que en 1984 pagáramos 1.645,6 pesetas de impuestos directos y 1.521,9 de indirectos por habitante, y en el 2000 las cifras se vayan a 8.008,0 y 8.557,9.

Desde 1995 ha ascendido de forma vertiginosa. En 2002 era menos de la mitad de la actual (31.294 millones). Ya en 1984 la catalana era la más elevada.

Y no vale hablar de lo que aportan, de la “solidaridad”. Cataluña aporta el 3,32 % de su PIB al resto del territorio español, pero Madrid lo hace con un 10,88 %, y Baleares con un 6,99 %. El País Vasco y su Concierto Económico representa sólo un 7 % de la economía española, y reciben mucho más, que malgastan.

No es de extrañar que en 1984 pagáramos 1.645,6 pesetas de impuestos directos y 1.521,9 de indirectos por habitante, y en el 2000 las cifras se vayan a 8.008,0 y 8.557,9.

Los grandes perjudicados son los más necesitados y poblados, que han contribuido con su población y ahorros (de los que se nutrió la banca vasca y las empresas catalanas) al esfuerzo industrializador: Extremadura, Andalucía, Castilla, Galicia (los del BNG no protestan en esto), y la más perjudicada de todas es Madrid, que con un 17,7 % del PIB nacional, el 13,4 % de la población y un crecimiento medio del 17 % va a recibir un 400 % menos por culpa de los pactos de Zapatero con los nacionalistas catalanes.

Esta es la “asimetría” de la que hablaba el ex-presidente regional Maragall, es decir, desigualdad manifiesta, feudal, antidemocrática y tiránica.

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En conclusión:

Si la Constitución es una expresión de buenas intenciones, su resultado más que decepcionante es desastroso: no ha resuelto nada, lo ha agravado todo.

Tanto progresismo no ha servido para resolver la reestructuración territorial, ni para acallar “viejos problemas” sino para acentuarlos y hacerlos intratables.

No es exagerado decir que ésta Constitución ha creado un problema gravísimo donde no lo había, y a ello han contribuido todos los Gobiernos de la democracia y los partidos políticos que no sólo no ofrecen ninguna solución sinó que son parte del problema.

Esta Constitución no ha vertebrado nada ni satisfecho a nadie, ha dado tal protagonismo a los nacionalismos que hoy se exige que sea la propia Constitución quien debe ser modificada para adaptarse a los nuevos Estatutos: se han invertido los términos.

La Constitución ha fomentado el secesionismo e incentivando a los nacionalismos de tal modo que no sólo desobedecen al Estado cuando les conviene sinó que incluso lo desafían abiertamente.

Ha sido un estrepitoso fracaso. Formulaciones semejantes se han ensayado en otras dos ocasiones en épocas distintas y en condiciones sociales muy diferentes a las actuales y en todos los casos el resultado ha sido siempre un desastre. El “experimento” ha de darse por terminado

Es imprescindible reformar la Constitución para liquidar el Estado de las Autonomías, no sólo para acabar con impresentables privilegios como el “cupo vasco” o el régimen foral y recuperar competencias que jamás debieron ser cedidas. Es tan drástico y difícil lo uno como lo otro, y será la misma “clase política” quien se opondrá a ello con tanta o más ferocidad que los propios nacionalistas.

No se pueden permitir partidos regionales nacionalistas, ni territorios convertidos en guetos lingüísticos, “no se puede tolerar a los intolerantes”, ni tampoco se puede permitir una Ley Electoral que viola la igualdad de todos los votos. No hace falta pretender ser “originales”, hay fórmulas que funcionan satisfactoriamente: circunscripción única, mayoría simple a doble vuelta, etc.

Esto implica también “refundar el Estado”, construir un Estado común, verdaderamente democrático que garantice la unidad del país, la igualdad, la libertad y el progreso.

Y nunca hemos de olvidar que a esta situación nos han llevado los intereses de los políticos; no obedeció a ninguna demanda social, ni a un clamor popular.

Por eso insistimos en nuestra llamada a la unidad en el objetivo supremo de defender la integridad de nuestro país y la libertad.

La solución la hemos de crear nosotros, no podemos esperar que nadie nos la vaya a dar hecha y menos estos políticos.

Está en nuestras manos crear y estructurar un movimiento antinacionalista popular, cívico, capaz de plantar cara a los nacionalistas, a los manejos de los politicastros y al facherío progre.

Y una vez más: rechacemos todos los personalismos, no importa el quién sinó el qué.

España es libertad.

N.O.A. Núcleos de Oposición Antinacionalista

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