Se está planteando (por fin) en el seno del movimiento antinacionalista la cuestión de la formación de una organización política que recoja e impulse todo este magma de oposición difuso que somos ahora.
A la hora de elaborarlo no va a surgir un proyecto. Van a salir cinco, o cincuenta, o quinientos. Todo el mundo tiene el suyo. Y eso es lo grave. Porque además son innecesarios.
Por “necesidad” nosotros entendemos vencer al enemigo y al sistema que lo incentiva y refuerza: el nacionalismo, su alianza con fuerzas de izquierda destructivas y oscuras, y el sistema para él creado de la aberración autonómica.
Para esto no basta con un idílico retorno a no se sabe qué punto ideal de la Transición de 1977, ni tampoco a ese impasse de 40 años franquista, ni al caos republicano, ni a una democracia teóricamente pura en sus equilibrios (que no podría contar por lo tanto con facciones, es decir con partidos), reducida a principios intangibles o a pura matemática.
Deberemos también definir y aislar aquello que es superfluo, que parece importante porque está en el lenguaje implantado por las élites intelectuales y políticas pero que, en realidad, no representa nada y sólo contribuye a enredar y viciar el debate político, implantando un muro de palabras insalvable e inútil.
¿Cuáles son esos conceptos?:
Derecha e izquierda. Esta dicotomía surge en la Revolución Francesa. En principio la derecha representa el inmovilismo y la izquierda la revolución o el progresismo. Pero el contenido de la izquierda ha variado sustancialmente. El anterior apoyo al progreso industrial, el crecimiento del sector público como forma de protección ante los cambios del mercado, y el obrerismo, han sido sustituidos por las ideologías de las minorías de todo tipo, verdaderos lobbies, grupos de presión, el ecologismo memo, y la aceptación tácita de la globalización liberal.
El PSOE-IU parece hoy empeñado en una política de provocación estilo extrema-izquierda-republicana sin que un programa claro político-económico lo avale, mientras es la derecha la que se atrinchera en temas antaño revolucionarios como la libertad o la igualdad ante la ley.
Monarquía-República. La República nacida en la Revolución Francesa fue la encarnación de la Nación y su unidad como símbolos de sus lemas.
Pero en España las repúblicas derivaron en alianzas de los “burgueses” con fuerzas revolucionarias que no guardaban ninguna fidelidad a los valores republicanos. La Monarquía supuso de nuevo la unidad nacional incluso en el actual aberrante Estado de las Autonomías.
Más que cuestiones de principios, diversas fracciones políticas se van situando en el mismo bando por obra de las alianzas enemigas. Es el enemigo nacionalista radical el que está forjando nuestro bando, querámoslo o no.
Propiedad privada-sector público. Tras el fracaso del experimento soviético y el del “Estado del Bienestar”, la caída del sector público parece absoluta. En realidad lo que se da, paradójicamente, es una cesión al sector privado de bienes públicos para su explotación, pero conservando la capacidad coactiva estatal en su relación con la población y bajo el manto legal de “bien público”.
Eso es lo que representa el recargo y administración del precio del agua, los ITV de tráfico, la revisión de los servicios de gas o ascensores, etc. No ha sido una cesión, ha sido un derrumbe donde nos queda lo peor de los dos sistemas, y donde la corrupción, es decir, la irrupción del beneficio en el interés público, predomina.
Y no tan paradójicamente, ha sido la izquierda la que ha colaborado en ello: reconversión industrial –reconversión en nada-, europeización a cambio de más impuestos, menos servicios, menos agricultura, ninguna industria, más control y menos libertad, colaboración sindical en el cierre de empresas…
Centralismo-federalismo. Inicialmente la izquierda representó la unidad y la igualdad de toda la población frente a los particularismos, herencia de la Edad Media y del proceso de formación del Estado nacional.
Era la derecha e incluso la “nueva derecha” (y la extrema-derecha fascista) la defensora de las tradiciones encarnadas en las regiones frente al centralismo estatal “jacobino”.
Por otra parte sólo tiene sentido federar lo que está desunido, y no desunir para que luego los localismos devoren al Estado, las libertades y los recursos nacionales.
Creemos que con esto basta en principio para entender que no tiene sentido luchar por unas palabras que sólo son armas en manos de los que se consideran nuestros enemigos. Y que debemos centrarnos en lo que nos une y que es necesario para derrotarles.