Parece inevitable comentar los nuevos casos de corrupción. Pero es que ya no nos escandalizan ni nos sorprenden.
Lo que nos sorprendería a estas alturas es que se aclararan, que se juzgaran rápidamente, que se impusieran y cumplieran las penas de cárcel y que se exigiera resarcir el daño causado. Pero no es, ni ha sido así; el recientísimo caso “Pallerols” (que afecta a la UDC de Durán) y los demás, en ciernes, lo corroboran una vez más.
Cuando el simulacro de justicia que tenemos, actúa –siempre con gran dilación dejando a muchos delitos prescribir-, las componendas o los indultos, restituyen el orden putrefacto de la casta política.
El historial de la corrupción (término en el que coloquialmente se agrupan diversos tipos de delitos e indecencias -como las condonaciones de deudas a partidos, las exenciones fiscales de que gozan los políticos, y demás prebendas etc…-) es una saga sin fin desde el inicio de la “Transición”, y cada nueva fechoría se superpone, en rápida secuencia, a la anterior, relegándola casi al olvido.
Se dice que nos hemos acostumbrado a la corrupción y que hemos aceptado con indiferencia la impunidad y el descaro con que se produce. La hemos aceptado desde que, pese a su pertinaz presencia, la población ha seguido votando contumazmente a los mismos partidos corruptos. Así es, y de esa irresponsabilidad, somos culpables.
Somos culpables porque votándoles colaboramos y nos hacemos cómplices de la putrefacción y el robo.
Solo que ahora, con la tremenda crisis que golpea, la indecencia, especialmente cuando se da en la casta política, es más lacerante y parece insoportable.
Pero acrecentaremos nuestra culpa si, pese a todo, les seguimos votando.
También se dice que no todos los políticos son corruptos; tal vez todos no lo sean, pero de ningún modo se trata de “individuos aislados”, hay cómplices necesarios por acción u omisión. A ello nos lleva lo azaroso del proceso por el que se descubren nuevos casos (normalmente delaciones, traiciones e intrigas internas), y sin olvidar que se extiende a todos los niveles, hasta los más bajos, de menores importancias materiales y más difíciles de detectar. Tal vez los “casos aislados” a que se refieren sean, precisamente, los opuestos.
Ha imperado la “ley del silencio”, ya que se da en todos los partidos, hasta que la crisis ha ahogado amenazadoramente a las extensas redes clientelares establecidas en la partitocracia, en las que unos encubrían a los otros en un círculo cerrado, y pese a todo, ahí permanecen.
Por eso los partidos se perciben como bandas de malhechores donde se reúne lo peor, lo más hediondo de la sociedad y, en consecuencia, se profundiza el rechazo, desprecio y hartazgo de la sociedad hacia ellos. Ya no valen.
Es repugnante ver, en los momentos actuales (Febrero 2013), a Rubalcaba (y otros como IU, CiU, etc…) líder de un partido absolutamente podrido, clamar contra el no menos podrido PP. La conquista del poder exige lanzarse a la yugular del contrario. Pero ninguno de ellos merece ocupar el Gobierno.
Hablan de un “pacto anticorrupción”… su solo enunciado les delata. ¿La no corrupción, la decencia, se pacta? Si se lleva a cabo tal cosa no será más que un paripé para prolongar el saqueo y el latrocinio (el ejemplo lo tenemos en la podrida caverna separatista que cínicamente convoca una “cumbre” para recabar ideas anticorrupción. ¿Habrase visto mayor mascarada y burla?).
Es tal la indignación que por fin han levantado, que sus mastines en los medios, e incluso algunos políticos, empiezan a impresionarse. Tocan a rebato. Estos bomberos ven como única salida la regeneración y la autodepuración, ya que empecinarse en la negación y la ocultación, como han hecho hasta ahora, es muy imprudente, e incluso peligroso, por lo que tiene de prepotencia y de desafío a la población.
A nosotros nos da igual lo que hagan para “controlar daños”.
Su problema no es nuestro problema.
Ellos, son nuestro problema.
En el sistema que han desarrollado para sí mismos, en las autonomías –causa principal-, en la partidocracia –con sus manejos electorales-, la corrupción es inherente.
Afirmamos que el propio sistema “es” la corrupción.
Pero pese a lo llamativo, la corrupción económica no es lo peor. Lo peor es la corrupción política, en la que sí están involucrados todos. Se trata del incumplimiento de la Constitución (lo llaman “interpretación laxa y conciliadora” de la misma), de las leyes y sentencias y del sometimiento de la justicia al control de los políticos…; brevemente: la dejación del Estado, su ausencia, que ha generado una tremenda crisis institucional, aparentemente imparable ya.
El constante trapicheo con los separatistas por intereses meramente sectarios y electorales y la desidia, el desinterés y la inconfesada antiespañolidad (en algunas facciones políticas, e inoculada insidiosamente en una parte de la población como idea “progresista”) ha estimulado el crecimiento de la bestia nacionalista que ya se permite declaraciones sediciosas y golpistas con total impunidad.
Así es como el Gobierno de la autonomía en Cataluña, que es una institución del propio Estado, gracias al cual existe, rompe la soberanía del pueblo español declarando, ilegalmente, la suya propia.
Y no reconociendo las leyes del Estado, puede, en cualquier momento, en un acto de rebelión, declarar la secesión (la anunciada “consulta” ya no es de hecho necesaria, se trata de una mascarada, una escenificación, para darle aspecto de plebiscito, de demanda popular).
Frente a esta situación, que culmina un largo proceso de cesiones y renuncias a plantarles cara, el Gobierno actual no va a actuar. Quedó claro al enunciar “que esa declaración no sirve de nada”. Problema resuelto. Una vez más constatamos que para el “PP”, España no es su tema. Otro tanto podemos decir de algunos partidos de la oposición (P(soe), IU, PSC…) subrepticiamente antiespañoles, que pretenden camuflar su complicidad con los separatistas con esperpénticos proyectos federales “asimétricos”.
Para la defensa del país, ante su posible ruptura, nunca se van a unir. En lo que de verdad están unidos, todos, es en la corrupción… en sus felonías. Y si a algunos de ellos puede inquietarles la idea que se les hunda el chiringuito, otros, en cambio, se sienten muy cómodos en sus feudos.
La crisis que ahora nos ahoga es la consecuencia de un sistema que además de haber pervertido la democracia y todas sus instituciones, resulta ser un régimen traidor a la Nación española.
Estos partidos, al igual que sus sindicatos, ya no representan los intereses y las facciones reales del pueblo. Y estamos hartos de ellos.
Los partidos y los políticos actuales deben desaparecer. Hemos de deshacernos de ellos.
Algunos bien pensantes, a fuer de moderados, postulan la reforma del sistema desde dentro; conscientes de que tal cosa exigiría una especie de suicidio político y la autoliquidación del férreo entrelazado de intereses y redes clientelares, operación en la que muchos se quedarían sin modus vivendi. Pero no, el sistema no es reformable ni regenerable. A lo máximo que puede tender es a un amago cosmético “cambiar algo para que todo siga igual” (como ya ocurrió en Italia hace algunos años).
Otros, más desahogados, como Cayo Lara (IU) en fecha reciente (2-2-2013) tienen el cuajo de afirmar que la actual desafección a estos partidos desemboca ineludiblemente en el “fascismo”. ¡Ya está, se ha invocado al demonio! ¡Ya salió el eterno “tabú” inhibidor, intimidador y paralizante! Llamar a alguien “fascista” ha sido un recurso infalible y, de paso, hacía olvidar que los totalitarismos más salvajes y criminales han sido el nacionalismo (que se pretende desvincular del fascismo que realmente existió) y el comunismo. Así, según ese individuo, para no ser fascista hay que aceptarles, sí o sí. No importa lo que hagan, no tenemos otra opción.
Pues no. Ya no nos amedrentan. Ellos, precisamente, son el “camino equivocado”.
Y, sí, proponemos la insurrección nacional.
Por eso alertamos contra todo tipo de algaradas jaleadas desde diversas banderías y con otros fines, porque no se trata del consabido enfrentamiento de partidos llevado al extremo, sino de acabar con este sistema completamente podrido, de acabar con estos partidos y con estos políticos para:
– Implantar una Constitución verdaderamente democrática que proteja al pueblo.
– Sirva a la defensa de la Nación.
– Permita el control efectivo al poder.
– Garantice la real e inviolable separación de poderes.
-Establecer una nueva Ley Electoral que garantice el igual valor de los votos y la representación.
Para alcanzar estos mínimos objetivos es imprescindible terminar con el actual régimen político, abolir el desastroso sistema autonómico y erradicar el nacionalismo. Porque en democracia no “todo” cabe. Y solo hay libertad si impera y se cumple la ley.
Y habiendo sido conculcada la actual (y deficiente) Constitución e incumplidas, repetidamente, las leyes, por los sucesivos Gobiernos además de su extrema corrupción, estamos legitimados para llamar, como única solución, a la movilización y organización de todos los elementos leales a España, para la insurrección nacional.