Los ejes de unidad del movimiento de resistencia- I I I : Regeneración democrática

Ante la posibilidad de no ser suficientemente precisos en las propuestas políticas y organizativas que realizamos en nuestros comunicados, consideramos necesario formular los ejes básicos imprescindibles para vertebrar el movimiento de verdadera y efectiva resistencia a las tiranías nacionalistas y a los cómplices institucionales que las sostienen:

  • Defensa firme de la unidad nacional y del carácter de nación de España, de su cultura y de su historia.
  • Derogación del “Estado de las Autonomías”, fuente del poder de los nacionalismos y aberración política y económica. Lo que requiere propugnar la modificación de la Constitución, en éste sentido, y cambiar la Ley Electoral
  • Regeneración democrática en profundidad frente al sistema oligárquico de los partidos anquilosados.
  • Instauración, en todos los temas, del principio de protección de la población frente a entelequias políticas y derechos intermedios ajenos a las personas y a la colectividad del pueblo.

En éste documento proponemos un examen sucinto del tercer punto, sin la pretensión de considerarlo cerrado, antes al contrario, agradeceríamos vuestras reflexiones y análisis para en una ulterior síntesis alcanzar una plataforma interpretativa común.

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Los partidos

Ya son muchas las voces de rechazo, protesta o hastío hacia la oligarquía de partidos en que se está enfangando la democracia en España.

El sistema de partidos políticos debería reflejar el principio de “gobierno del pueblo por el pueblo” pero no es exactamente así sino “gobierno del pueblo por una élite surgida del pueblo” (teniendo en cuenta que “pueblo” no es “clase” ni siquiera “clases populares” sino un término interclasista).

La labor fundamental de los partidos según la teoría clásica es proporcionar la estructura necesaria para que las masas puedan reclutar entre sus miembros a sus propias élites. Si existen élites, y siempre existen, la comunicación entre representante y votante no es entre iguales sino entre aspirante a gobernar y quienes consienten en ser gobernados.

La democratización es pues una nivelación producto de una mentalidad democrática que percibe la incapacidad del autogobierno y la falta de interés de amplias capas de la población.

Esta élite escogida se organiza y reparte puestos en su interior, y es siempre así puesto que el gobierno de los asuntos públicos no sólo depende de la actitud política sino también de la capacidad de gerencia (como bien pudieron comprobar los socialismos al gobernar). De ahí que sea más fácil manipular el campo político, regido por el principio de la libertad, que el administrativo, regido por el de la necesidad, que todo el mundo entiende y vive en su entorno.

La libertad es entendida originalmente como ausencia de coerción injustificada, es decir de poder tiránico, y la igualdad estaba unida a ella desde la tradición griega, porque se consideraba necesario un espacio libre entre iguales (es decir, sin poder sobre los demás) para practicarla.

Roma aportó el “sometimiento del mundo a las leyes” (“totum sub leges mitteres orbem”), y han sido los revolucionarios utópicos los inventores del totalitarismo al considerar el interés general como automáticamente opuesto a todos los intereses particulares de los ciudadanos reales, y de ahí el “terror” y la creación permanente de “enemigos comunes”. De ahí también la legitimación de la dictadura de partido único, definiéndolo como representante de todo el pueblo. Eso hicieron todos los revolucionarios: los jacobinos, los bolcheviques y los nacionalismos de ayer y hoy.

Las revoluciones

Durante la Revolución Inglesa, la pugna contra los protestantes (puritanos) por parte del rey Carlos IV, aparecen grupúsculos radicales en prácticas y metas, sociales, políticas o religiosas. Son los diggers, raters, cuaquers…

Enfrentados al poder del dictador (“Lord Protector”), Oliver Cromwell, serán aplastados o marginadas sus prácticas sociales tras el fin de la guerra civil y la situación revolucionaria.

La Revolución Francesa es un compendio de problemáticas de las que se aprovechan los núcleos de clase media que configuran las “sociedades filosóficas”. El “revolucionario filosófico” surge como acicate, actor y promesa de la revolución, es decir de la situación revolucionaria de caos, que se encarna plenamente en la ejecución del rey y la dinámica terrorista y destructiva posterior.

Sin entrar en hechos históricos por todos conocidos, el jacobinismo fundará la combinación de radicalismo, estatismo, terror, reivindicaciones sociales y rechazo del pluralismo político en nombre de la “pureza revolucionaria”.

De manera que el primer experimento de un sistema de facciones políticas acaba mal. Los jacobinos eliminan al resto de facciones, como harían los bolcheviques. Combatirán a las secciones, los comités, las sociedades y las asambleas. Masacrarán a la Gironda y a la Vendeé. Ejecutarán a sus aliados enragés, igual a como los comunistas eliminaron a sus aliados del partido social-revolucionario.

La dictadura de partido único surge por lo tanto del sistema multipartidista y su lucha de facciones al margen del pueblo, utilizado como masa de acoso y después eliminada del sistema político.

Pudo y puede no ser así. En todas las revoluciones surgieron asambleas, comités, de modo espontáneo, con el fin de que se atendieran sus demandas más urgentes e inmediatas, al margen de las utopías y del lenguaje de las facciones políticas que ingresarían en los futuros Parlamentos. Los partidos, desde la extrema-izquierda a la extrema-derecha, los odiaban, no por que supusieran un rival sino porque la autoorganización del pueblo suponía una negación del sistema de representación delegada. Y los eliminaron.

Los jacobinos eliminaron a los representantes de las sociedades, los hebertistas, y las supeditaron a la Convención. Los bolcheviques los disolvieron e integraron en la burocracia a los escalones locales, en cuanto llegaron al poder, y eliminaron al resto de facciones. Ambos los utilizaron como masa de acoso contra otras facciones pero no les interesó nada de sus reivindicaciones, ya tenían sus principios utópicos y teorías filosóficas.

Lógicamente tanto las sociedades y secciones francesas como los soviets rusos pidieron la permanencia, es decir, su institucionalización, pero fueron neutralizados.

Los consejistas y partidarios de la democracia directa creen que pudieron ser el germen de otro tipo de democracia. Pero es difícil para los organismos políticos ser además buenos gestores, y aún más difícil gobernar un Estado. El Estado y la clase política cumplen funciones tanto políticas como administrativas.

La desnacionalización

Históricamente, la lucha entre tradicionalistas y liberales (y las luchas de poder cortesanas contra las élites extranjeras importadas por los reyes) produjeron una mixtificación de los “antiguos reinos y libertades”, y la división en provincias del siglo XIX respetó esa arcáica configuración en el seno de la estructura institucional. Cuando surge el “nacionalismo segregacionista” tras la pérdida de Cuba (donde su posición económica era hegemónica en un mercado cautivo gracias a los privilegios comerciales americanos concedidos por el tan denostado rey Felipe V, el primer Borbón), su manipulación e invención histórica y cultural potenciarán esa división.

La ausencia de nacionalismo español, innecesario por la persistencia del antiguo Régimen (Altar y Trono), y por lo tanto de partidos, y el carácter integrador de la Hispanidad en los territorios de ultramar, hizo que la articulación nacional fuera en España débil institucionalmente y facilitara la labor de zapa político-cultural de los separatistas.

Durante el siglo XIX-XX se dieron dos tipos de patriotismo vinculados a los bandos políticos. Uno de signo conservador que relacionaba lo tradicional con la idea de España y el otro la progresista, republicana, laica. Estas dos ramas jamás se juntaron y terminarían por enfrentarse en la época de la II República. Pero en ninguna de ellas se dio un jacobinismo centralista, ni siquiera en la extrema-derecha, que no pasó de verborrea “imperial” o tradicionalista, y ambas se infectaron en sus alternativas colaboraciones políticas con separatistas y “regionalistas”.

Ningún proyecto, recalcamos, surgió vinculado al bienestar y desarrollo de la Nación y el Pueblo, enfangados como estaban todos en las luchas partidistas y sus respectivas utopías y ajustes de cuentas.

La etapa franquista no mejoró esta situación. Supuso una suspensión no sólo de las luchas políticas sino de la política misma (“haga usted como yo, no se meta en política”, dijo Franco en cierta ocasión), centrado en el despliegue de un proyecto conservador apolítico vinculado a un desarrollo económico pendiente desde la época de la Dictadura de Primo de Rivera. Su utilización de la Patria fue retórico y oportunista, además de ineficaz e incluso contraproducente (“III año triunfal”, –no hay pan-, habían apostillado en un mural oficial).

La improvisación del régimen le llevó a potenciar cierto regionalismo tradicionalista para frenar la infiltración de la propaganda izquierdista en los años 60. Sería su mayor error porque de ahí surgirían asociaciones culturales y sobre todo actitudes y discursos que formarán la base del posterior nacionalismo político a partir de 1975.

España, al no participar en las dos guerras mundiales y con casi nulo papel colonial, incluso oculto por el régimen (la agresión larvada de Marruecos en la guerra de Ifni en 1956), no tuvo ocasión de desarrollar el sentimiento patriótico del siglo XIX, sumamente lastrado además por las fúnebres fantasías sobre la “decadencia” nacional elaboradas por la Generación del 98, traspasado a la economía por analistas adeptos a los nacionalismos “periféricos”.

La ausencia además de animadversión hacia otras naciones por parte de los españoles hizo aún menos probable la aparición de grupos afectos al inexistente nacionalismo español, y los que surgieron lo hicieron como reacción fascista a la agitación de los republicanos y la izquierda.

La base de la actual situación actual aberrante es la cesión de los medios de legitimación de las instituciones nacionales (y los medios económicos) precisamente a los que las niegan, posibilitando el adoctrinamiento, a través del Estado fraccionado y sobre todo de la escuela, de parte de la población en el antiespañolismo, impulsando así la extensión de la negación de la idea de España y su historicidad. Es como haberle dado el poder a Hitler en Israel. Esto en un “Estado autonómico” que ni es histórico ni tiene las mejores credenciales (la malograda I y II República) y que es profundamente irracional y antieconómico.

De manera que la presuposición de la idea de España por parte de miles de generaciones de españoles ha provocado una indefensión del Pueblo y del Estado ante las manipulaciones políticas y culturales del nacionalismo separatista, aliado además a la persistente crítica irreflexiva y derrotista de la izquierda más disolvente. Les resultó muy fácil, con la ayuda de los arrivistas y renegados habituales, transformar los medios y las instituciones donde se encontraban, en focos de propagación y ataque a los fundamentos de las instituciones y la Nación.

Es necesario comprender la necesidad constante de identidad por parte de los individuos, agudizada además en una sociedad tan cambiante como la actual. Necesitamos explayar nuestra cultura, nuestra Historia y nuestra valía (Leyenda Negra) con los medios de hoy, sin necesidad de nacionalismo, la ideología de los que no son, sino protegiendo y potenciando lo que el pueblo de ayer y hoy vive con naturalidad (lengua, cultura, símbolos…).

Son políticas que deben permear el Estado y el Pueblo como en el resto de países para que exista una imbricación entre estos, sin la cual queda el puro economicismo que no basta, en una marcha sin fin hacia la nada histórica y social. Porque la sociedad no se basa en sobresaltos nacionalistas esperpénticos, meras masturbaciones identitarias frenéticas, sino en los vínculos sociales entre los individuos que la forman. Sin militancias, sin ortodoxias. Como somos.

El Estado es la otra variable olvidada. Un marxista norteamericano dijo que cuanto más se menosprecia al Estado más papel ha ido adquiriendo en la sociedad. La variable Estado es la menos estudiada dado el desprecio teórico de liberales, conservadores y marxistas-progresistas hacia él, pero todas las facciones políticas, incluidos los nacionalistas (muy especialmente ellos), desean conquistar el Estado para utilizarlo en la realización de sus utopías y manipulaciones, realizables sólo a través del control estatal.

Precisamente esa capacidad del Estado de organizar y de imponer debería de hacernos meditar para deshacernos de demonizaciones o exaltaciones que sólo sirven para frenar la acción política. La meta de toda fuerza política es y debe ser conquistar el Estado. Y a pesar de las chorradas leninistas ninguna fuerza que lo haya logrado lo ha hecho para “disminuirlo” o eliminarlo. Ello supondría el freno al desarrollo económico, porque éste no está librado sólo al mercado sino a la organización económica, que sólo una instancia distinta y con facultades socio-políticas puede garantizar. Ya intuyeron algo así las Brigadas Rojas cuando decidieron “atacar el corazón del Estado”.

Y ello nos lleva a la organización política con la que se dota el Estado moderno occidental: la democracia.

La Democracia

La democracia surge en la época de las rebeliones contra el poder absoluto del monarca, destinada a salvaguardar al pueblo de la “coerción injustificada”, es decir a implantar lo que sería conocido en la filosofía política como libertad. Sería la teoría del equilibrio de poderes de Montesquieu la que haría fortuna, unida a la Declaración de los Derechos del Hombre de la Revolución Francesa, … que los propios revolucionarios se encargaron de incumplir.

La democracia es pues un sistema de organización política con un fundamento filosófico que ha perdurado más que otras propuestas “liberadoras” de corte mesiánico como el comunismo, el fascismo y los socialismos.

Con todo en una sociedad compleja la democracia de base o democracia directa es prácticamente imposible por el entramado económico e institucional. Por otra parte la elegibilidad de cargos a todos los niveles no elimina el escollo de la permanencia, es decir, de la dedicación retribuida y profesionalizada de los cargos públicos ni, por descontado, de la burocracia y su crecimiento.

El problema está en otra parte, en la representatividad de la población una vez desaparecidos (y fracasados) los mesianismos políticos y sociales y, lo que es aún más importante, el modelo de sociedad que los alumbraron, abocados cada vez más como estamos a una globalización, concentración económica y consumo generalizado (el “todo lo sólido se desvanece en el aire” que decía Marx).

A ello se le añade la degradación del sistema de partidos que ha completado su proceso de oligarquización, de pura maquinaria de mantenimiento en el poder por el poder en sí mismo, ya sin escusas ideológicas, en un ámbito político cada vez más ambiguo por la complejidad económica y la del papel del Estado en la sociedad y de la política en él.

La idea de la representatividad y la pluralidad no debía, “teóricamente”, degenerar en un sistema retroalimentado de reparto oligárquico del poder, ni las facciones debían utilizar el odio de masas para exterminarse y constituir un totalitarismo (unipartidista como el comunista o el fascista o multipartidista como la partitocracia o el nacionalismo).

Es evidente que, pese a sus proclamas, los actuales totalitarismos, el nacionalismo y el fundamentalismo islámico, son absolutamente contrarios a la democracia.

Ambos abrevan en fuentes en las que la soberanía reside exclusivamente en otros ámbitos distintos al cuerpo político del pueblo: la Nación y Dios. Como esos ámbitos no pueden hablar por sí mismos puesto que son conceptos, sólo pueden ser desvelados por los intérpretes políticos autorizados(legitimados), es decir los nacionalistas y los fundamentalistas islámicos (ya en la época de Hitler se decía que él era la nación alemana).

En definitiva, estas ideologías se revelan como poderes absolutos cuyas castas políticas, rápidamente corrompidas por su manipulación y poder, encuentran en ellas el medio perfecto para conservar el poder, sin proyecto, sin interés real por nada. Entelequias puras, mundos imaginarios… y dinero fácil, saqueo del Estado

En cualquier caso, la actual partitocracia no fue la meta de los ideales democráticos.

Partitocracia y nacionalismo

Como ya hemos dicho, el nacionalismo es el actual totalitarismo junto con el integrismo islámico. Por eso tiene poca importancia el número de grupos nacionalistas o su tendencia en su disputa por el poder. Aspira a organizar al pueblo (al suyo) en un único e inmenso aparato de partido en un discurso simple y único, más aún que el del fascismo histórico de los años 1920-40. Fuera de él quedan los esclavos y enemigos, discriminados y marcados. Y siempre la buena conciencia, el victimismo, la autoadulación, el ciego ombliguismo. Como los alemanes de Hitler, todos inocentes, en realidad todos cómplices comprados, activos o indiferentes.

Cuando estas ideologías subversivas penetran en el ámbito institucional corroen el débil sistema democrático desde dentro con su lenguaje bífido y mentiroso. También el comunismo decía buscar la “justicia” y Hitler gritaba “libertad”.

En consecuencia el voto “para elegir a los amos” y las falsas disputas ideológicas de las oligarquías políticas en la democracia, profundamente degradada y desvirtuada por ellas, no presenta una alternativa atractiva frente al mesianismo, homogeneidad, fanática determinación y fuerza aparente que ofrece el nacionalismo, con su cohorte de resarcimiento de odios y de los complejos de inferioridad de la población autóctona y de los renegados.

Porque es, ayer como hoy, en el caldo de las luchas de las oligarquías partidarias donde el nacionalismo teje su conspiración y poder. Contra nosotros como pueblo y nación, como economía y como sociedad.

Y que nadie se engañe, con los totalitarios no caben pactos ni convivencias. Los que jugaron con el fuego del nazismo y del comunismo terminaron quemados. Los Chamberlain de este mundo no salvaguardan la paz, son preludio de la guerra en desventaja.

La lengua de trapo que emplean utiliza palabras que para ellos carecen de sentido, destinadas a lograr su fin adormeciendo al adversario. Marcuse, el principal filósofo de la hoy vieja “nueva izquierda” ya dijo que las normas democráticas no podían aplicarse a los antidemócratas, a los totalitarios, so pena de matar la propia democracia.

Se engañan también los que han querido ver en el Estado de las Autonomías una solución al problema. Ha demostrado ser un acicate para los nacionalistas, y una perversión constante, y desbordamiento cínico, de las leyes (inmersión, procesos de limpieza “etnocultural”, traspasos, financiación, etc). Las Autonomías no son un modelo a imitar (especialmente económico) ni algo consustancial a una nación, pese a que la ausencia de nacionalismo entre los acomplejados españoles (digan lo que digan los nacionalistas) en nuestra Historia pueda parecerlo.

Por último es un error creer que la actual partitocracia frenará cualquier intento de ruptura del frágil marco institucional. Ni la “derecha” ni la “izquierda” harán más que equilibrios transitorios para ir tirando. El negocio no puede parar. Pero no ven más allá, ni saben poco más, de sus discursos huecos y formales.

Los partidos actuales son deudores de un sistema de polarización ideológica caduca, entre el acomplejamiento de unos y el acoso de otros. No tienen soluciones y viven al día adoptando todas las modas ideológicas (ecología, corrección política, buenismo, antirracismo…) que aparecen, para ¿recuperar? una legitimidad cada vez más escasa y el ya notable distanciamiento de la población.

Son incapaces además de superar con su manipulación y doblez la de los nacionalistas, más mesiánica e irracional, que conlleva el saqueo económico y el chantaje y la autosatisfacción emocional tras la bandera.

Muy ingenuos (o algo peor) son los que “creen” en la sinceridad de los “argumentos” nacionalistas, en realidad mixtificaciones. Sólo son un medio de autoreforzamiento y ataque. La demonización del “otro” y el buenismo porpio son su característica. La población, cómplice, los acoge de buen grado como paliativo social y personal, y así se expande el odio “bienpensante”. Como hicieron Hitler y Stalin antes. La implantación ideológica fanática y “políticamente correcta” es ya muy antigua.

Sólo un proceso de regeneración democrática, que marque unos límites políticos, que garantize las libertades a la población y no a otras entidades ficticias y colectivos antisociales, que cimiente la nación de modo tajante y definitivo, sin mediaciones ideológicas como hasta ahora, que destruya los localismos y territorialismos disolventes y cohesione al Estado y Pueblo de modo que se identifiquen a través de la organización de la participación y el bienestar, podrá frenar esta aberración en la que vivimos y el proceso de esclavización económica y política a que nos lleva la actual deriva caótica.

A pesar de las leyendas rosas progres y conservadoras, en nuestra Historia reciente los tradicionalismos y progresismos han surgido de despropósitos, enfrentamientos, inseguridades y alteraciones que han llevado al Pueblo y la Nación a la ruina. No necesitamos líderes con recetas mágicas ya caducas sino Pueblo y Nación unidas avanzando, arrasando al enemigo como un bloque, identificando los problemas en lugar de ocultarlos bajo la manta del sometimiento al discurso único implantando por el enemigo y sus cómplices. Esta es la política que debemos recuperar y no el politiqueo y la vergüenza inducida, que además nos lleva a la ruina económica sin paliativos.

Debemos aspirar a nuestra fuerza sin complejos ni medianías, porque es así como avanzan ellos. Salgamos de la neutralización que nos imponen y nos atenaza. ¿Cómo podemos haber llegado a esta situación esperpéntica y crítica?

Por el enfrentamiento, por la autodefensa

El problema de la ineludible regeneración del Estado y la Nación española para sustraerla del precipicio al que la han lanzado las oligarquías políticas conecta estos tres ámbitos: la democracia, el Estado y la Nación.

La colonización y destrucción de nuestra sociedad y país es la consecuencia y meta de la acción conjunta de las oligarquías de los partidos, la presión de los nacionalismos desde dentro del sistema, la fragmentación de las instituciones estatales en aberraciones autonómicas, la cancelación de los derechos civiles individuales por parte de las tiranías nacionalistas, el acoso político combinado de estos y de sus colaboradores politicos en la “izquierda” y en no menor medida en la “derecha”, en el saqueo económico y la represión de lo español como Nación, Pueblo y Cultura.

Es evidente que no se puede solventar esta situación con reformas parciales.

La obsesión por el consenso político de la Santa Transición del 77 ha devenido en un sistema cerrado donde la degradación política de los participantes elimina todos los equilibrios, previsiones y derechos: el nacionalismo de las oligarquías locales, la incentivación autonómica, el chantaje politico de las minorías, la falta de representatividad del sistema electoral, creado para estas minorías territoriales, una abosluta desigualdad en los derechos (incluidos los económicos) por parte de los estatutos vasco y catalán, el colaboracionismo erróneo de las oligarquías políticas nacionales, especialmente la “izquierda” o eso en lo que se ha convertido la izquierda, una desintegración del territorio que va más allá incluso del confederalismo y que de hecho instaura una situación colonial para los territorios fuera de la zona catalana y vasca, una pérdida de autoridad (y ya de legitimidad) del Estado, y la desnacionalización forzada de la población de toda España.

Todo bajo la costra podrida del victimismo y los derechos inventados de los nacionalistas. Estos serían los hechos básicos que parecen extraidos de una película terrorífica de política-ficción, y todo ello por el montaje político de la post-transición a esta oligocracia.

La solución lógica pasa por la recuperación y refundación del Estado por fuerzas adictas a la Nación española que representen a sectores activos de la población, la ilegalización de los partidos nacionalistas y la depuración de responsabilidades en la labor de disgregación abierta de estos, la representación electoral individual, la eliminación de instancias pseudoestatales locales (incluidos los ayuntamientos, que se han mostrado focos de corrupción enormes), leyes e instituciones a nivel nacional, proceso de desfascistización de la población afectada, purga de los cuerpos profesionales estatales y civiles, reforma radical en la enseñanza de las Humanidades, gobierno provisional de salvación nacional.

Que nadie piense que es posible “reformar” un sistema cuya base propone en sí misma su putrefacción: ni las autonomías, ni la colaboración en los proyectos subversivos de los nacionalismos, ni la tiranía de una oligarquía de partidos son compatibles con el respeto a la democracia y los derechos del pueblo español, son de hecho beligerantes con respecto a ellos. Es una guerra que no hemos empezado, pero que hemos de ganar, otro 2 de Mayo, una batalla por la Legitimidad y la Justicia.

Es vano pretender hacer de aprendiz de brujo y adelantar soluciones infalibles, mágicas, pero sí podemos señalar los problemas y decantar su erradicación, indicar la dirección a seguir, por eso hablamos de la Nación, el Estado y la democracia.

Una nación definida, un Estado de derecho y una democracia viva, donde el ciudadano pueda sentirse identificado con el sistema político y social, aunque sea parcialmente, es el programa mínimo de regeneración nacional que debemos impulsar.

Adelante. Por un proyecto de liberación nacional.

Y una vez más: rechacemos todos los personalismos, no importa el quién sinó el qué.

España es libertad.