Es un hecho incuestionable que las sociedades no son inamovibles ni sus características permanentes; todas son evolutivas.
En nuestro pasado reciente, el franquismo, tras reprimir a monárquicos primero y a falangistas después llevó adelante su proyecto de desarrollo económico sin política y exento de conflictos sociales, esto es: la utopía pretendida por todas las ideologías, e imposible a medio plazo. Una sociedad donde se expande el consumo de masas no puede ser igual en valores que otra puramente mercantil o agraria, y mucho menos heroica y caballeresca.
Con la vorágine financiera de la era socialista del pelotazo, España parece acceder al limbo de los grandes de la economía europea y la sensación de la población es que todos vamos a poseer todo (las actitudes de “nuevos ricos”, el engreimiento sin base…). Una mentira que con la crisis se revelará trágica.
Ese tipo de sociedad no es una sociedad de valores, especialmente cuando estos son manipulados y arrinconados por la filosofía del porquero, o del capitalista puro y duro, el materialismo más vulgar y el hedonismo ramplón.
Mientras, ese vacío, esa ausencia, ha sido ocupada por lo “políticamente correcto”, progre y colaboracionista con el poder. Pero sobre todo irrumpe el nacionalismo como sustituto de todas las utopías totalitarias fallecidas y una nueva religión, la religión de la identidad construida a propósito, impoluta, radiante. La nueva fe inquisitorial, el nuevo método de compensación de complejos y frustraciones sociales, aliada con las fachadas democráticas, progres y “políticamente correctas”.
La falta de valores nos ha llevado a la carencia de cohesión social, y con los separatismos, al desapego por la unidad nacional, a la propia Nación, y a nuestra sociedad como elemento humano heredero de un vasto legado cultural, y arraigado en un territorio.
Cuando no hay valores reales, o tan sólo la apariencia de ellos, queda el campo libre a la generalización de la corrupción, la arbitrariedad, y el abuso, en completa impunidad. Justo lo contrario de una sociedad decente, con un Estado decente, que se afirmen en unas metas claras, un fin, un deseo de protección, progreso y ensanchamiento de la Nación y el Pueblo, en definitiva: patriotismo (que no nacionalismo, que es el voluntarismo narcisista de los que no son).
No hay más prescripción que la necesidad de potenciar una educación cívica de los valores en todos los ámbitos de la sociedad, enraizados en nuestro sustrato cultural e histórico, al amparo de las veleidades de las modas “buenistas” y “políticamente correctas” (subrepticiamente totalitarias) y la reformulación de los medios y medidas institucionales que son fundamentales en la configuración social; no es una cuestión economicista, sea progre o liberal.
El patriotismo, lo mismo que la honestidad personal, implica valores y creencias firmes. Sin ellos vence la apatía del “hombre sin atributos”, de la masa amorfa, indiferente (y con ellas la mentira y la ignorancia), que es una actitud psicológica adquirida por procesos y manipulaciones más o menos sutiles de adoctrinamiento que coloniza, con éxito, el separatismo nacionalista.