Entre los grupos que constituyen el movimiento de resistencia a las tiranías nacionalistas y sus cómplices institucionales, forman un nutrido sector los constitucionalistas. Desde grupos locales a entidades veteranas, basan su discurso de defensa de la libertad en la defensa de valores constitucionales que están siendo pisoteados o ninguneados.
Totalitarismo y legalidad
El constitucionalismo en la Historia de España arranca en 1812, con las Cortes de Cádiz. Fue el más importante logro del siglo XIX en conjugar el moderno constitucionalismo con el régimen monárquico, lo que le granjeó la enemistad de los liberales moderados. Se reconocía como ley suprema el gobierno representativo, la separación de poderes y la independencia judicial.
La Constitución actual es la de 1978. El problema es que el origen de este texto es la necesidad de componendas y pactos entre todos los sectores emergentes de oposición al agonizante régimen franquista: demócratas del sistema e izquierda (especialmente el PCE), nacionalistas y extrema izquierda. (Una buena descripción se encuentra en “Así se hizo la Constitución” -Joaquín Aguirre Bellver, 1978-, donde se dice que “hemos encargado hacer nuestra democracia a unos pícaros”).
En la izquierda pronto reinaría en solitario el PSOE, gracias al apoyo del presidente Suárez y al dinero de los socialistas alemanes. La derecha, siempre acomplejada, ya desde los años 30, terminaría agrupada en AP, al final más sólida que la élite de notables de UCD. Los extremos desaparecieron ya en los 80 y quedan los nacionalistas.
Buena parte de la constitución está enfocada a ellos. La organización territorial, heredera de los nefastos estatutos autonomistas azañistas de la II República, o el sistema electoral desequilibrado.
El problema es que los nacionalismos no están ni estarán satisfechos con una subdivisión territorial y unos derechos hegemónicos que no sean absolutos. Con un voto estable, que aumenta con la proliferación de sus organizaciones y tendencias supuestas, manifiestan de un modo cada vez más arrogante y directa su deslealtad al sistema, a la democracia y a la Nación española.
Combinan la corrupción, el caciquismo y los componenetes del conchabeo partitocrático con el constante aumento de su poder y la aceleración de la escalada nacionalista, promovida por el desarrollo de grupos extremistas de alborotadores que ingresan en el sistema parlamentario.
Se equivocan los que creen que el nacionalismo es sólo una forma de legitimar un poder creciente e ilegítimo, es mucho más: es la pulsión totalitaria.
Con los nacionalismos tenemos el mismo problema que con los islámicos, o anteriormente con los fascismos y el comunismo. Es esa ansia de totalitarismo, de totalidad egocéntrica de la ideología nacionalista, de metas desmesuradas y descabelladas de “limpieza étnico-lingüística”, con la que tropezaron las democracias europeas en los años 30, en los 40 y ahora, y con las mismas bonitas palabras: autodeterminación, derechos, comunidad, víctima… Ya las utilizaba Hitler.
Los límites de la democracia
La democracia consiste en dotar a cada ciudadano del derecho al voto, y de permitir el libre juego de tendencias y facciones. Dejando a un lado la fosilización y corrupción del sistema por los partidos, existen muchas maneras de limitar en la práctica el modelo democrático sin socavar su formalismo.
Comunistas, fascistas, nacionalistas, populistas y autoritarios de todo tipo han sido maestros en conquistar y desvirtuar la democracia y en transferirse su legitimidad (“democracia popular”, “democracia socialista”, “democracia orgánica”, “democracia social”).
La legalidad revienta cuando organizaciones desleales ingresan en el sistema y adquieren un cierto volumen, introduciendo elementos de funcionamiento o de principios que son espúreos.
Legitimidad versus legalidad
La inserción de estas organizaciones en el sistema les da además un plus de legitimidad, de derecho y credibilidad de sus presupuestos ideológicos. Lenin y Hitler lo sabían bien, y todos los políticos populistas (Morales, Fujimori, Chaves…). Con todo, el nacionalismo es un totalitarismo más puro y letal que el resto de ellos juntos. Ya dijo el filósofo de la “nueva” izquierda, Herbert Marcuse, que no puede aplicarse la democracia a los que desean destruirla.
La fusión de las lealtades al Pueblo, Nación y Estado crea un “nuevo mundo feliz” en el que los problemas desaparecen, junto con la pluralidad, las facciones y los sectores sociales. Los métodos, los resultados y las intenciones reales de tales regímenes se hacen visibles posteriormente, y para entonces es casi imposible superar la barrera de legalidad, legitimidad, ideología y coerción que poseen.
La deslealtad que ellos demuestran para con la democracia no la permiten ni en pequeñas dosis a sus hipotéticos opositores: es el camino de Robespierre y Stalin, y los ramalazos que ya tuvieron Arzalluz, Pujol, Carod…
La democracia no supone un obstáculo para ellos, que utilizan su nombre para encubrir abusos de todo tipo: culturales y políticos.
Así, cuando hablamos de la “Constitución de 1978”, ¿a qué momento idealizado de su aplicación nos referimos?, ¿y en qué papel situamos a los nacionalistas?, ¿en el de comparsas necesarios?, ¿como expresión de “hechos diferenciales” reales y no creados por ellos?.
¿Hasta donde la negación de la Nación, los insultos al Ejército, la persecución del idioma, de la libertad de expresión, de información, la unidad fiscal, todo ello citado en la Constitución?.
¿En qué punto de la desintegración de nuestra Nación y de saqueo de nuestra economía deberíamos habernos plantado?, ¿cuánta deslegitimación y cuánta desigualdad aguanta el sistema?.
La encrucijada constitucional
El inestable sistema autonómico ha estallado cuando los partidos nacionales han incentivado el cambalache con los nacionalistas, por motivos de matemática electoral, y cuando se ha apoderado de uno de los partidos, eliminando a todas las facciones, un personaje político con ansias de puro poder o con metas inconfesables.
El baile de localismos, “descentralización”, regionalismos, federalismos, partitocracia, autonomismos, fuerismos y nacionalismos ha generado un aumento de la burocracia de un 1.700 %, del gasto estatal, y de los impuestos, sin contar con la infinita corrupción y la multiplicación de la represión a la lengua y cultura españolas por parte de una caterva de palurdos y coléricos nazis provincianos.
Si la Constitución del 78 quería ser un freno para los nacionalismos ha fracasado. Si quería ser un pacto duradero ha fracasado. Es hoy una estructura rebasada. Y los mismos que la violan piden su reforma mientras blindan sus estatutos autonómicos. Supremo cinismo político.
No ha sido una buena constitución como no lo fue la republicana. Podría haberlo sido sin el problema nacionalista o sin haberse doblegado a él. El consenso sistemático con organizaciones desleales ha terminado con ella y con cualquier proyecto de estabilidad. Sólo el adoctrinamiento de la población de sus territorios es un problema que requiere grandes remedios.
Para plantar cara a esta situación y recobrar las libertades es para lo que muchos se han movilizado. Pero hay que señalar sin vacilar el daño y los culpables y proponer la solución, y no paliativos y contemporanizaciones que son de hecho colaboracionismo. Ya no es sólo la Constitución, es la democracia, el Pueblo y la Nación mismos.
Llegados a esta situación, las fuerzas demócratas sólo pueden verificar lo elevado de la apuesta y lo radical del antagonismo, más allá de cualquier apariencia de legalidad formal, al estilo del nefasto Herrero de Miñón.
No es una cuestión de reforma o interpretación, son los propios fondos y formas los que han sido quebrantados. Porque el legalismo sin legalidad conduce a la eliminación práctica de los derechos.