La visión que el conservadurismo tiene de él mismo desde el siglo XIX es la de una opción renovadora, “transaccional”, es decir pactista, un “centro integrador” que defiende “los principios esenciales de la revolución liberal”, y sobre todo ESTABLE.
Y esta visión será, a la postre, la que va a marcar su ideología. “La derecha es cobarde”. Falta de ideología, de fimeza, complejo de inferioridad frente a la izquierda (sin ideología ya pero con malas artes y mucha autolegitimación).
Y se la llama cobarde porque ya desde 1820 los “exaltados” exhalaban un jacobinismo puro, extremista, desleal y agresivo, ante el que había que ser consecuente en la respuesta ideológica. Como hoy ocurre.
Como describe acertadamente José María Marco:
En contra de lo que constituye una de las características del ideario conservador, el Partido Popular se ha abstenido hasta ahora de preconizar para la sociedad española un consenso que vaya más allá de lo político y la aplicación de la ley, y se ha abstenido casi siempre en el debate ideológico. Por ejemplo, un elemento tan básico en la cohesión y la continuidad de la nación como es el patriotismo –valor conservador por excelencia- ha sido puesto en sordina por el Partido Popular, aun cuando no haya dudado en enfrentarse a los nacionalismos. José María Aznar ha preferido con frecuencia hablar de “recuperación de la ilusión colectiva y de la confianza de los españoles”. El Partido Popular también ha evitado la discusión en cuanto a la religión y las costumbres. Lo ha hecho incluso cuando ha tomado medidas que favorecían a la Iglesia católica (como la implantación de la asignatura de Religión en el bachillerato) o que pretendían defender a la familia (la negativa a legislar sobre contratos civiles para parejas del mismo sexo). La voluntad de restaurar un currículo nacional en la enseñanza secundaria no fue acompañada de la correspondiente –y necesaria- ofensiva ideológica.
El liberalismo, por el contrario, es producto de los profundos cambios que su evolución, protagonista del siglo, le ha dejado en su cuerpo político. Centrado en la defensa de libertades civiles y económicas, no todas sus iniciativas han resultado fructíferas para el Pueblo y la Nación españoles. Iniciativas como las desamortizaciones no cumplieron sus objetivos, o los resultados fueron negativos. Por otra parte, elementos ajenos al cuerpo político liberal aprovecharon sus movimientos para cumplir sus fines ocultos, siempre radicales. Detrás de las violentas independencias americanas, por ejemplo, estaban estos radicales, como Riego o Mina, sirviendo quizás de modo idealista, a intereses ajenos, sectarios y extranjeros.
Aún en el 78, el complejo y los errores de ese conservadurismo liberal, o liberalismo conservador, para con la Nación se revelan fatales, tal y como reflejó el diario ABC:
El naufragio del liberalismo español -ese liberalismo que no se reduce a los liberales doctrinarios, sino a quienes han forjado, con distintas siglas, la moderna Europa- se produjo en el momento en que no pudo añadir al acuerdo constitucional una nacionalización de masas, basada en un sentimiento de pertenencia, en una familiaridad con la cultura compartida, en un principio elemental de solidaridad que precediera a la convivencia bajo el cielo protector de la Carta Magna. No quisimos comenzar por hacernos una idea de España y nos conformarnos con disponer de un esquema formal para encapsular sus instituciones. Creímos que la realidad iría fabricando la idea, y no ha sido así. Bien lo entendieron quienes construyeron naciones desde organismos autonómicos. Quienes han ido impugnando ese significado nacional sobre el que se construye cualquier edificio político duradero. Lo entendieron perfectamente los nacionalistas: su mismo nombre indica que empezaron por definirse por un sentido de comunidad que debían convertir en conciencia colectiva. Ningún analista puede creer que los nacionalistas iban a conformarse con disponer de un Estatuto y aceptarlo como fin de trayecto, como hicieron los constitucionalistas españoles con el texto de 1978.
Hoy, su resurgimiento en nuestra nación viene estrechamente vinculado a una apuesta por la defensa de las libertades civiles, (amenazadas sobre todo por el intervencionismo de lo “políticamente correcto” de la post-izquierda y por el totalitarismo de los nacionalismos) y por la globalización y liberalización económicas, que consideran vinculadas todas ellas entre sí.
La dicotomia política
En sus origenes, tanto el partido liberal como el conservador eran de hecho grandes constelaciones de grupos, tendencias y representantes de grandes y pequeños intereses a nivel nacional, local, económico o cultural. Lo propio de las sociedades de la primera industrialización.
Entre las facciones liberales y conservadoras que protagonizaron la andadura política del siglo, existía una pugna por los términos que los definían: moderados, unionistas, puros, progresistas…, y que supondrá una escalada en la radicalización que no frenaría la lógica y progresiva moderación de las posturas de las facciones.
Esa radicalización y proliferación no llevó a la clarificación de las posturas políticas, más bien aumentó la confusión por la multiplicación de las simpatías calladas.
“Voy a darme el placer de dejar al Duque de Tetuán con un palmo de narices, porque voy a ser más liberal que Riego”, diría el “espadón” moderado general Narváez refiriéndose al “unionista” general O´Donnell en 1871.
El propio conde de Romanones o Gabriel Maura utilizarían un lenguaje rupturista y jacobino hablando del “antiguo régimen”. El mismo lenguaje, por otra parte, de la Dictadura regeneracionista del general Primo de Rivera, que se autocalificaba de “santamente revolucionario”.
Es la enfermedad de los moderados, tener que apechugar con la fuerza del reivindicacionismo y agitación de los “revolucionarios”, radicales y “progresistas”, lo que les ha generado un complejo de inferioridad. El mismo complejo trajo la nefasta II República y el aún más nefasto régimen oscuro de Zapatero.
Las bases constitucionales
El concepto en que se basan las modernas constituciones españolas, especialmente la de 1845), de los “antiguos fueros y libertades”, es netamente conservador. Cortes y rey, dirían Donoso Cortés y Jaime Balmes. Es la expresión doctrinaria del pensamiento del liberalismo moderado, el moderantismo, que encarnarán el reformador Cánovas del Castillo y el general Narváez.
Pues bien, a pesar de su moderna centralización administrativa, las Constituciones del 45 y todas las otras, adolecerán de la contradicción de respetar, y de hecho encarnar, los reaccionarios y medievales fueros, fortalecidos y aumentados bajo Isabel II en la Restauración.
Estos fueros generarán potentes oligarquías locales, primero económicas y después políticas (“se acata pero no se cumple”), que con el tiempo y ante cualquier crisis crearán los nacionalismos políticos modernos.
Y para los industriales catalanes, el proteccionismo a ultranza, el mercado cautivo y subdesarrollado por y para ellos. Ambos regímenes y sus oligarquías encarnan el conservadurismo duro español. Antimoderno y proteccionista.
La propia abolición canovista de los fueros en 1877, y pese a su pensamiento moderno centralizador, se debió al cumplimiento de las leyes de 1839 y 1876, sobre quintas y tributos. No tenía Cánovas, por desgracia, una posición antiforal, y de hecho inició los Conciertos Económicos privilegiados.
Frente al racismo e integrismo de los nacionalismos, ya entonces, la centralización la definió Cánovas como “la civilización y la libertad”, pero ese transaccionismo conservador, de pacto y componenda, que aún hoy dura, oligárquico y alejado de sus bases (como el PP), le impidió ponerla en práctica.
Como en el caso de Cánovas, ese sistema de equilibrio centrista sólo puede lograrse con la colaboración leal o la ausencia de los partidos flanqueadores.
La política descentralizadora, inútil y desacertada, la continuaron Canalejas, Dato y Maura. Todo por la “evolución” política. Esa debilidad, considerada virtud también ahora por los conservadores españoles, es y ha sido la causa de todos los problemas endémicos de España y el mejor aliado de sus múltiples enemigos subversivos, radicalizándolos e incentivándolos.
Una tarea a cumplir
El movimiento de resistencia antinacionalista NECESITA a estos ciudadanos que se atreven a decir que son conservadores o liberales, que han recuperado esos términos para el arco político activo, que apoyan públicamente a Israel, una alianza con los USA o la globalización. Verdaderos “políticamente incorrectos”, rebeldes con causa, ciudadanos conscientes y activos.
El surgimiento hoy de estos movimientos ha venido acompañado de una intensa ola de reivindicación y protesta frente a la incentivación del proceso de desunión nacional y degradación política que viene protagonizando el gobierno del presidente Zapatero.
Una ola que ha escogido como emblema la enseña y el himno nacionales. Y que sólo en ellos puede encarnarse.
Como ha reprochado recientemente el PP a Zapatero, el diálogo en sí mismo no es un valor ni un programa, y menos con adversarios desleales para con el sistema democrático y sus libertades.
Y este es el verdadero problema de los que se enfrentan hoy a las dictaduras nacionalistas y a sus aliados gubernamentales: perderse en sus conceptos, lo colateral, la sectarización, la obsesión por la equidistancia o el consenso a cualquier precio, e ignorar el verdadero problema y carácter del enemigo, es decir la unidad nacional, sin la cual ningún programa tiene base o sentido. ¡Aprendamos del pasado!.
Decía Nietzsche que las palabras terminan volviéndose duras como piedras, y por lo tanto inservibles para su fin de definir y expresar realidades.
Por ello, la propuesta política conservadora o liberal, defensora de las libertades, nada valdrá ni logrará si no se encarna, firmemente y sin tibubeos ni mediaciones, en una más amplia de regeneración política, en el combate contra el presente proceso de degradación democrática y, sobre todo, de la recuperación de la unidad nacional, asignatura pendiente y base indispensable de cualquier proyecto.